Introducción
Sea su novela Amistad funesta el décimo volumen de las
obras del Maestro.
Es milagro que ella, como
casi todo lo que escribió, no se haya perdido. Se publicó en 1885, en varias
entregas, en El Latino Americano,
periódico bimensual, de vida efímera —órgano de la Compañía Hecktograph, de New
York— que no se encuentra hoy en
biblioteca pública alguna. Además, no apareció con el nombre de su autor sino
con el seudónimo de «Adelaida Ral», y esto hubiera hecho aun más difícil su
hallazgo.
Afortunadamente, un día en
que arreglábamos papeles en su modesta oficina de trabajo, en 120 Front Street —convertida,
en aquel entonces, en centro del Partido Revolucionario Cubano y redacción y
administración de Patria— di con unas páginas sueltas de El Latino Americano, aquí y allá
corregidas por Martí, y exclamé al revisarlas: «¿Qué es esto Maestro?» «Nada —contestome
cariñosamente— recuerdos de épocas de
luchas y tristezas; pero guárdelas para otra ocasión. En este momento debemos
solo pensar en la obra magna, la única digna; la de hacer la independencia».
En efecto; esta novela vio la
luz a raíz de fracasados intentos para levantar en armas, de nuevo, a nuestra
tierra, intentos que no apoyó Martí estimando que el plan no era suficiente ni
el momento oportuno; brotó de su pluma cuando —en desacuerdo con los caudillos
prestigiosos, únicos capaces, con sus espadas heroicas y legendarias, de
despertar el alma guerrera cubana— parecía oscurecido, para siempre, en la política;
fue engendrada en horas de la mayor penuria, en las que, no obstante,
rechazando las tentaciones de la riqueza y sin otra guía que su conciencia ni
otro consuelo que su inquebrantable fe en la Libertad, sus principios no
capitularon.
A una miseria por palabra se
pagó este trabajo, elevado de pensamiento, galano de estilo, con enseñanzas —como
todo lo suyo— para sus compatriotas; con
algo de su propia existencia.
No sé que el Maestro, en
otras ocasiones, cultivase este ramo literario; pero su traducción de Called back, de Hugh Conway —por la cual
una casa editora le concedió, como gran generosidad, cien pesos— , luego con
brillante vestidura y el nombre de Misterio
vendida por millares, y la versión suya, que talmente parece un original,
amorosa y admirable, de Ramona de
Hellen Hunt Jackson —buscada en vano en las librerías— , son prueba evidente de
que a haber dispuesto de oportunidad y sosiego para ello, hubiera, también,
triunfado en la Novela. No le faltaban elementos por su conocimiento de la realidad
del mundo y sus pasiones, anhelos y torturas; le sobraba fantasía para hacerla
resaltar; espléndido lenguaje con que exponerla.
Ni sus versos, ni parte de su
correspondencia, ni sus artículos de doctrina y de propaganda, ni sus
pensamientos ni su biografía he olvidado; pero cumpliendo con lo principal que
él nos enseñó —el servicio de Cuba— poco
se ha podido terminar y solamente ha habido tiempo para este volumen —y reunir
los homenajes a su memoria que van en el mismo prenda de que aquí, en los lejanos
montes de Turingia, donde aún vibran entre pinos seculares las liras de Goethe,
Schiller y Wieland, ¡pienso en él y en la patria!
Oberhof, 4 de julio de 1911.
Gonzalo de Quesada
Capítulo
I
Una frondosa magnolia, podada
por el jardinero de la casa con manos demasiado académicas, cubría aquel
domingo por la mañana con su sombra a los familiares de la casa de Lucía Jerez.
Las grandes flores blancas de la magnolia, plenamente abiertas en sus ramas de
hojas delgadas y puntiagudas, no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio
de aquella casa amable, las flores del árbol, sino las del día, ¡esas flores
inmensas e inmaculadas, que se imaginan cuando se ama mucho! El alma humana
tiene una gran necesidad de blancura. Desde que lo blanco se oscurece, la desdicha
empieza. La práctica y conciencia de todas las virtudes, la posesión de las
mejores cualidades, la arrogancia de los más nobles sacrificios, no bastan a
consolar el alma de un solo extravío.
Eran hermosas de ver, en
aquel domingo, en el cielo fulgente, la luz azul, y por entre los corredores de
columnas de mármol, la magnolia elegante, entre las ramas verdes, las grandes
flores blancas y en sus mecedoras de mimbre, adornadas con lazos de cinta,
aquellas tres amigas, en sus vestidos de mayo: Adela, delgada y locuaz, con un
ramo de rosas Jacqueminot al lado izquierdo de su traje de seda crema; Ana, ya
próxima a morir, prendida sobre el corazón enfermo, en su vestido de muselina
blanca, una flor azul sujeta con unas hebras de trigo; y Lucía, robusta y
profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, «porque no se
conocía aun en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!».
Las amigas cambiaban
vivazmente sus impresiones de domingo. Venían de misa; de sonreír en el atrio de
la catedral a sus parientes y conocidos; de pasear por las calles limpias,
esmaltadas de sol, como flores desatadas sobre una bandeja de plata con dibujos
de oro. Sus amigas, desde las ventanas de sus casas grandes y antiguas, las
habían saludado al pasar. No había mancebo elegante en la ciudad que no
estuviese aquel mediodía por las esquinas de la calle de la Victoria. La
ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una desposada. En las puertas,
abiertas de par en par, como si en ese día no se temiesen enemigos, esperan a
los dueños los criados, vestidos de limpio. Las familias, que apenas se han
visto en la semana, se reúnen a la salida de la iglesia para ir a saludar a la
madre ciega, a la hermana enferma, al padre achacoso. Los viejos ese día se
remozan. Los veteranos andan con la cabeza más erguida, muy luciente el chaleco
blanco, muy bruñido el puño del bastón. Los empleados parecen magistrados. A
los artesanos, con su mejor chaqueta de terciopelo, sus pantalones de dril muy
planchado y su sombrerín de castor fino, da gozo verlos. Los indios, en verdad,
descalzos y mugrientos, en medio de tanta limpieza y luz, parecen llagas. Pero
la procesión lujosa de madres fragantes y niñas galanas continúa, sembrando
sonrisas por las aceras de la calle animada; y los pobres indios, que la cruzan
a veces, parecen gusanos prendidos a trechos en una guirnalda. En vez de las
carretas de comercio o de las arrias de mercaderías, llenan las calles, tirados
por caballos altivos, carruajes lucientes. Los carruajes mismos, parece que van
contentos, y como de victoria. Los pobres mismos, parecen ricos. Hay una
quietud magna y una alegría casta. En las casas todo es algazara. Los nietos
¡qué ir a la puerta, y aturdir al portero, impacientes por lo que la abuela
tarda! Los maridos ¡qué celos de la misa, que se les lleva, con sus mujeres
queridas, la luz de la mañana! La abuela, ¡cómo viene cargada de chucherías
para los nietos, de los juguetes que fue reuniendo en la semana para traerlos a
la gente menor hoy domingo, de los mazapanes recién hechos que acaba de comprar
en la dulcería francesa, de los caprichos de comer que su hija prefería cuando
soltera, qué carruaje el de la abuela, que nunca se vacía! Y en la casa de
Lucía Jerez no se sabía si había más flores en la magnolia, o en las almas.
Sobre un costurero abierto, donde Ana al ver entrar a sus
amigas puso sus enseres de coser y los ajuares de niño que regalaba a la Casa
de Expósitos, habían dejado caer Adela y Lucía sus sombreros de paja, con
cintas semejantes a sus trajes, revueltas como cervatillos que retozan. ¡Dice
mucho, y cosas muy traviesas, un sombrero que ha estado una hora en la cabeza
de una señorita! Se le puede interrogar, seguro de que responde: ¡de algún
elegante caballero, y de más de uno, se sabe que ha robado a hurtadillas una
flor de un sombrero, o ha besado sus cintas largamente, con un beso entrañable
y religioso! El sombrero de Adela era ligero y un tanto extravagante, como de
niña que es capaz de enamorarse de un tenor de ópera: el de Lucía era un sombrero
arrogante y amenazador; se salían por el borde del costurero las cintas
carmesíes, enroscadas sobre el sombrero de Adela como una boa sobre una
tórtola: del fondo de seda negro, por los reflejos de un rayo de sol que
filtraba oscilando por una rama de la magnolia, parecían salir llamas.
Estaban las tres amigas en
aquella pura edad en que los caracteres todavía no se definen: ¡ay, en esos
mercados es donde suelen los jóvenes generosos, que van en busca de pájaros
azules, atar su vida a lindos vasos de carne que a poco tiempo, a los primeros
calores fuertes de la vida, enseñan la zorra astuta, la culebra venenosa, el
gato frío e impasible que les mora en el alma!
La mecedora de Ana no se
movía, tal como apenas en sus labios pálidos la afable sonrisa: se buscaban con
los ojos las violetas en su falda, como si siempre debiera estar llena de
ellas. Adela no sin esfuerzo se mantenía en su mecedora, que unas veces estaba
cerca de Ana, otras de Lucía, y vacía las más. La mecedora de Lucía, más echada
hacia adelante que hacia atrás, cambiaba de súbito de posición, como obediente
a un gesto enérgico y contenido de su dueña.
—Juan no viene: ¡te digo que
Juan no viene!
—¿Por qué, Lucía, si sabes
que si no viene te da pena?
—¿Y no te pareció Pedro Real
muy arrogante? Mira, mi Ana, dame el secreto que tú tienes para que te quiera
todo el mundo: porque ese caballero, es necesario que me quiera.
En un reloj de bronce
labrado, embutido en un ancho plato de porcelana de ramos azules, dieron las
dos.
—Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan
no viene— y se levantó Lucía; fue a uno de los jarrones de mármol colocados
entre cada dos columnas, de las que de un lado y otro adornaban el sombreado
patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió
silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes.
—Juan viene siempre, Lucía.
Asomó en este momento por la
verja dorada que dividía el zaguán de la antesala que se abría al patio, un
hombre joven, vestido de negro, de quien se despedían con respeto y ternura uno
de mayor edad, de ojos benignos y poblada barba, y un caballero entrado en
largos años, triste, como quien ha vivido mucho, que retenía con visible placer
la mano del joven entre las suyas:
—Juan, ¿por qué nació usted
en esta tierra?
—Para honrarla si puedo, don
Miguel, tanto como usted la ha honrado.
Fue la emoción visible en el
rostro del viejo; y aun no había desaparecido del zaguán, de brazo del de la
buena barba, cuando Lucía, demudado el rostro y temblándole en las pestañas las
lágrimas, estaba en pie, erguida con singular firmeza, junto a la verja dorada,
y decía, clavando en Juan sus dos ojos imperiosos y negros:
—Juan, ¿por qué no habías
venido?
Adela estaba prendiendo en
aquel momento en sus cabellos rubios un jazmín del Cabo.
Ana cosía un lazo azul a una
gorrita de recién nacido, para la Casa de Expósitos.
—Fui a rogar —respondió Juan
sonriendo dulcemente— , que no apremiasen por la renta de este mes a la
señora del Valle.
—¿A la madre de Sol? ¿de Sol
del Valle?
Y pensando en la niña de la
pobre viuda, que no había salido aun del colegio, donde la tenía por merced la
Directora, se entró Lucía, sin volver ni bajar la cabeza, por las habitaciones
interiores, en tanto que Juan, que amaba a quien lo amaba, la seguía con los
ojos tristemente.
* * *
Juan Jerez era noble
criatura. Rico por sus padres, vivía sin el encogimiento egoísta que desluce
tanto a un hombre joven, mas sin aquella angustiosa abundancia, siempre menor
que los gastos y apetitos de sus dueños, con que los ricuelos de poco sentido
malgastan en empleos estúpidos, a que llaman placeres, la hacienda de sus
mayores. De sí propio, y con asiduo trabajo, se había ido creando una numerosa
clientela de abogado, en cuya engañosa profesión, entre nosotros
perniciosamente esparcida, le hicieron entrar, más que su voluntad, dada a más
activas y generosas labores, los deseos de su padre, que en la defensa de casos
limpios de comercio había acrecentado el haber que aportó al matrimonio su
esposa. Y así Juan Jerez, a quien la Naturaleza había puesto aquella coraza de
luz con que reviste a los amigos de los hombres, vino, por esas preocupaciones
legendarias que desfloran y tuercen la vida de las generaciones nuevas en
nuestros países, a pasar, entre lances de curia que a veces le hacían sentir
ansias y vuelcos, los años más hermosos de una juventud sazonada e impaciente,
que veía en las desigualdades de la fortuna, en la miseria de los infelices, en
los esfuerzos estériles de una minoría viciada por crear pueblos sanos y
fecundos, de soledades tan ricas como desiertas, de poblaciones cuantiosas de
indios míseros, objeto más digno que las controversias forenses del esfuerzo y
calor de un corazón noble y viril.
Llevaba Juan Jerez en el
rostro pálido, la nostalgia de la acción, la luminosa enfermedad de las almas
grandes, reducida por los deberes corrientes o las imposiciones del azar a
oficios pequeños; y en los ojos llevaba como una desolación, que solo cuando
hacía un gran bien, o trabajaba en pro de un gran objeto, se le trocaba, como
un rayo de sol que entra en una tumba, en centelleante júbilo. No se le dijera
entonces un abogado de estos tiempos, sino uno de aquellos trovadores que
sabían tallarse, hartos ya de sus propias canciones, en el mango de su guzla la
empuñadura de una espada. El fervor de los cruzados encendía en aquellos breves
instantes de heroica dicha su alma buena; y su deleite, que le inundaba de una
luz parecida a la de los astros, era solo comparable a la vasta amargura con
que reconocía, a poco que en el mundo no encuentran auxilio, sino cuando
convienen a algún interés que las vicia, las obras de pureza. Era de la raza
selecta de los que no trabajan para el éxito, sino contra él. Nunca, en esos
pequeños pueblos nuestros donde los hombres se encorvan tanto, ni a cambio de provechos
ni de vanaglorias cedió Juan un ápice de lo que creía sagrado en él, que era su
juicio de hombre y su deber de no ponerlo con ligereza o por paga al servicio
de ideas o personas injustas; sino que veía Juan su inteligencia como una
investidura sacerdotal, que se ha de tener siempre de manera que no noten en
ella la más pequeña mácula los feligreses; y se sentía Juan, allá en sus
determinaciones de noble mozo, como un sacerdote de todos los hombres, que uno
a uno tenía que ir dándoles perpetua cuenta, como si fuesen sus dueños, del
buen uso de su investidura.
Y cuando veía que, como entre
nosotros sucede con frecuencia, un hombre joven, de palabra llameante y talento
privilegiado, alquilaba por la paga o por el puesto aquella insignia divina que
Juan creía ver en toda superior inteligencia, volvía los ojos sobre sí como
llamas que le quemaban, tal como si viera que el ministro de un culto, por
pagarse la bebida o el juego, vendiese las imágenes de sus dioses. Estos
soldados mercenarios de la inteligencia lo tachaban por eso de hipócrita, lo
que aumentaba la palidez de Juan Jerez, sin arrancar de sus labios una queja. Y
otros decían, con más razón aparente —aunque no en el caso de él— , que aquella
entereza de carácter no era grandemente meritoria en quien, rico desde la cuna,
no había tenido que bregar por abrirse camino, como tantos de nuestros jóvenes
pobres, en pueblos donde por viejas tradiciones coloniales se da a los hombres
una educación literaria, y aun esta descosida e incompleta, que no halla luego
natural empleo en nuestros países despoblados y rudimentarios, exuberantes, sin
embargo, en fuerzas vivas, hoy desaprovechadas o trabajadas apenas, cuando para
hacer prósperas a nuestras tierras y dignos a nuestros hombres no habría más
que educarlos de manera que pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en
que nacen. A manejar la lengua hablada y escrita les enseñan, como único modo
de vivir, en pueblos en que las artes delicadas que nacen del cultivo del
idioma no tienen el número suficiente, no ya de consumidores, de apreciadores
siquiera, que recompensen, con el precio justo de estos trabajos exquisitos, la
labor intelectual de nuestros espíritus privilegiados. De modo que, como con el
cultivo de la inteligencia vienen los gustos costosos, tan naturales en los
hispanoamericanos como el color sonrosado en las mejillas de una niña quinceña;
como en las tierras calientes y floridas, se despierta temprano el amor, que
quiere casa, y lo mejor que haya en la ebanistería para amueblarla, y la seda más
joyante y la pedrería más rica para que a todos maraville y encele su dueña;
como la ciudad, infecunda en nuestros países nuevos, retiene en sus redes
suntuosas a los que fuera de ella no saben ganar el pan, ni en ella tienen cómo
ganarlo, a pesar de sus talentos, bien así como un pasmoso cincelador de
espadas de taza, que sabría poblar éstas de castellanas de larga amazona
desmayadas en brazos de guerreros fuertes, y otras sutiles lindezas en plata y
en oro, no halla empleo en un villorrio de gente labriega, que vive en paz, o
al puñal o a los puños remite el término de sus contiendas; como con nuestras
cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas de Europa y Norteamérica, somos en
nuestros propios países a manera de frutos sin mercado, cual las excrecencias
de la tierra, que le pesan y estorban, y no como su natural florecimiento,
sucede que los poseedores de la inteligencia, estéril entre nosotros por su
mala dirección, y necesitados para subsistir de hacerla fecunda, la dedican con
exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más nobles, produciendo así
un desequilibrio entre el país escaso y su política sobrada, o, apremiados por
las urgencias de la vida, sirven al gobernante fuerte que les paga y corrompe,
o trabajan por volcarle cuando, molestado aquel por nuevos menesterosos, les
retira la paga abundante de sus funestos servicios. De estas pesadumbres
públicas venían hablando el de la barba larga, el anciano de rostro triste, y
Juan Jerez, cuando este, ligado desde niño por amores a su prima Lucía, se
entró por el zaguán de baldosas de mármol pulido espaciosas y blancas como sus
pensamientos.
* * *
La bondad es la flor de la
fuerza. Aquel Juan brioso, que andaba siempre escondido en las ocasiones de
fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria
desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre hollados; aquel batallador
temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de
antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que otros vociferantes de
temple venal habían prestado oídos; aquel que llevaba siempre en el rostro
pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y desconocida, y en los ojos
el centelleo de la hoja de una espada; aquel que no veía desdicha sin que
creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que no
podía poner remedio a una desdicha; aquel amantísimo corazón, que sobre todo
desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda humildad, energía o
hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros
y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre
su corazón una manecita blanca. La de esta o la de aquella le importaban poco;
y él, en la mujer, veía más el símbolo de las hermosuras ideadas que un ser
real.
Lo que en el mundo corre con
nombre de buenas fortunas, y no son, por lo común, de una parte o de otra, más
que odiosas vilezas, habían salido, una que otra vez, al camino de aquel joven
rico a cuyo rostro venía, de los adentros del alma, la irresistible belleza de
un noble espíritu. Pero esas buenas fortunas, que en el primer instante llenan
el corazón de los efluvios trastornadores de la primavera, y dan al hombre la
autoridad confiada de quien posee y conquista; esos amoríos de ocasión, miel en
el borde, hiel en el fondo, que se pagan con la moneda más valiosa y más cara,
la de la propia limpieza; esos amores irregulares y sobresaltados, elegante
disfraz de bajos apetitos, que se aceptan por desocupación o vanidad, y roen
luego la vida, como úlceras, solo lograron en el ánimo de Juan Jerez despertar
el asombro de que, so pretexto o nombre de cariño, vivan hombres y mujeres, sin
caer muertos de odio a sí mismos, en medio de tan torpes liviandades. Y no
cedía a ellas, porque la repulsión que le inspiraba, cualesquiera que fuesen
sus gracias, una mujer que cerca de la mesa de trabajo de su esposo o junto a
la cuna de su hijo no temblaba de ofrecerlas, era mayor que las penosas
satisfacciones que la complicidad con una amante liviana produce a un hombre
honrado.
Era la de Juan Jerez una de
aquellas almas infelices que solo pueden hacer lo grande y amar lo puro. Poeta
genuino, que sacaba de los espectáculos que veía en sí mismo, y de los dolores
y sorpresas de su espíritu, unos versos extraños, adoloridos y profundos, que
parecían dagas arrancadas de su propio pecho, padecía de esa necesidad de la
belleza que como un marchamo ardiente, señala a los escogidos del canto.
Aquella razón serena, que los problemas sociales o las pasiones comunes no
oscurecían nunca, se le ofuscaba hasta hacerle llegar a la prodigalidad de sí
mismo, en virtud de un inmoderado agradecimiento. Había en aquel carácter una
extraña y violenta necesidad del martirio, y si por la superioridad de su alma
le era difícil hallar compañeros que se la estimaran y animasen, él, necesitado
de darse, que en su bien propio para nada se quería, y se veía a sí mismo como
una propiedad de los demás que guardaba él en depósito, se daba como un esclavo
a cuantos parecían amarle y entender su delicadeza o desear su bien.
* * *
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo
débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza
subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y
sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo
extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos
por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía,
que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los
gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y
el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de
la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de
su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes
y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía
siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus
labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual
pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con
amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los
anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando,
como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su
encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales
cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con
lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su
mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan
Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo
fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la
fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la
lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan,
sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el
aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez
que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese,
y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en
quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de
metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía
de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez,
puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de
salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan
Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando,
en su otra mano. Toda la habitación le pareció a Lucía llena de flores; del
cristal del espejo creyó ver salir llamas; cerró los ojos, como se cierran
siempre en todo instante de dicha suprema, tal como si la felicidad tuviese
también su pudor, y para que no cayese en tierra, los mismos brazos de Juan
tuvieron delicadamente que servir de apoyo a aquel cuerpo envuelto en tules
blancos, de que en aquella hora de nacimiento parecía brotar luz. Pero Juan
aquella noche se acostó triste, y Lucía misma, que amaneció junto a la ventana
en su vestido de tules, abrigados los hombros en una aérea nube azul, se
sentía, aromada como un vaso de perfumes, pero seria y recelosa...
* * *
—Ana mía, Ana mía, aquí está Pedro Real. ¡Míralo qué
arrogante!
—Arrodíllate, Adela: arrodíllate ahora mismo —le
respondió dulcemente Ana, volviendo a ella su hermosa cabeza de ondulantes
cabellos castaños— ; mientras que Juan, que venía de hacer paces con Lucía
refugiada en la antesala, salía a la verja del zaguán a recibir al amigo de la
casa.
Adela se arrodilló, cruzados los brazos sobre las
rodillas de Ana; y Ana hizo como que le vendaba los labios con una cinta azul,
y le dijo al oído, como quien ciñe un escudo o ampara de un golpe, estas
palabras:
—Una niña honesta no deja conocer que le gusta un
calavera, hasta que no haya recibido de él tantas muestras de respeto, que
nadie pueda dudar que no la solicita para su juguete.
Adela se levantó riendo, y puestos los ojos, entre
curiosos y burlones, en el galán caballero, que del brazo de Juan venía hacia
ellas, los esperó de pie al lado de Ana, que con su serio continente, nunca
duro, parecía querer atenuar en favor de Adela misma, su excesiva viveza.
Pedro, aturdido y más amigo de las mariposas que de las tórtolas, saludó a
Adela primero.
Ana retuvo un instante en su mano delgada la de Pedro, y
con aquellos derechos de señora casada que da a las jóvenes la cercanía de la
muerte.
—Aquí —le dijo— , Pedro: aquí toda esta tarde a mi lado —¡Quién
sabe si, enfrente de aquella hermosa figura de hombre joven, no le pesaba a la
pobre Ana, a pesar de su alma de sacerdotisa, dejar la vida! ¡Quién sabe si
quería solo evitar que la movible Adela, revoloteando en torno de aquella luz
de belleza, se lastimase las alas!
Porque aquella Ana era tal que, por donde ella iba,
resplandecía. Y aunque brillase el sol, como por encima de la gran magnolia
estaba brillando aquella tarde, alrededor de Ana se veía una claridad de
estrella. Corrían arroyos dulces por los corazones cuando estaba en presencia
de ella. Si cantaba, con una voz que se esparcía por los adentros del alma,
como la luz de la mañana por los campos verdes, dejaba en el espíritu una grata
intranquilidad, como de quien ha entrevisto, puesto por un momento fuera del
mundo, aquellas musicales claridades que solo en las horas de hacer bien, o de
tratar a quien lo hace, distingue entre sus propias nieblas el alma. Y cuando
hablaba aquella dulce Ana, purificaba.
Pedro era bueno, y comenzó a alabarle, no el rostro,
iluminado ya por aquella luz de muerte que atrae a las almas superiores y
aterra a las almas vulgares, sino el ajuar de niño a que estaba poniendo Ana
las últimas cintas. Pero ya no era ella sola la que cosía, y armaba lazos, y
los probaba en diferentes lados del gorro de recién nacido: Adela súbitamente
se había convertido en una gran trabajadora. Ya no saltaba de un lugar a otro,
como cuando juntas conversaban hacía un rato ella, Ana y Lucía, sino que había
puesto su silla muy junto a la de Ana. Y ella también, iba a estar sentada al
lado de Ana toda la tarde. En sus mejillas pálidas, había dos puntos encendidos
que ganaban en viveza a las cintas del gorro, y realzaban la mirada impaciente
de sus ojos brillantes y atrevidos. Se le desprendía el cabello inquieto, como
si quisiese, libre de redes, soltarse en ondas libres por la espalda. En los
movimientos nerviosos de su cabeza, dos o tres hojas de la rosa encarnada que
llevaba prendida en el peinado, cayeron al suelo. Pedro las veía caer. Adela,
locuaz y voluble, ya andaba en la canastilla, ya revolvía en la falda de Ana
los adornos del gorro, ya cogía como útil el que acababa de desechar con un
mohín de impaciencia, ya sacudía y erguía un momento la ligera cabeza, fina y
rebelde, como la de un potro indómito. Sobre las losas de mármol blanco se
destacaban, como gotas de sangre, las hojas de rosa.
Se hablaba de aquellas cosas banales de que conversan en
estas tertulias de domingo, la gente joven de nuestros países. El tenor, ¡oh el
tenor! había estado admirable. Ella se moría por las voces del tenor. Es un
papel encantador el de Francisco I. Pero la señora de Ramírez, ¡cómo había
tenido el valor de ir vestida con los colores del partido que fusiló a su
esposo!, es verdad que se casa con un coronel del partido contrario, que firmó
como auditor en el proceso del señor Ramírez. Es muy buen mozo el coronel, es
muy buen mozo. Pero la señora Ramírez ha gastado mucho, ya no es tan rica como
antes; tuvo a siete bordadoras empleadas un mes en bordarle de oro el vestido
de terciopelo negro que llevó a Rigoletto,
era muy pesado el vestido. ¡Oh! ¿Y Teresa Luz? lindísima, Teresa Luz: bueno, la
boca, sí, la boca no es perfecta, los labios son demasiado finos; ¡ah, los
ojos! bueno, los ojos son un poco fríos, no calientan, no penetran: pero qué
vaguedad tan dulce; hacen pensar en las espumas de la mar. Y, ¡cómo persigue a
María Vargas ese caballerete que ha venido de París, con sus versos copiados de
François Coppee, y su política de alquiler, que vino, sirviendo a la oposición
y ya está poco menos que con el Gobierno! El padre de María Vargas va a ser
Ministro y él quiere ser diputado. Elegante sí es. El peinado es ridículo, con
la raya en mitad de la cabeza y la frente escondida bajo las ondas. Ni a las
mujeres está bien eso de cubrirse la frente, donde está la luz del rostro. Que
el cabello la sombree un poco con sus ondas naturales; pero ¿a qué cubrir la
frente, espejo donde los amantes se asoman a ver su propia alma, tabla de
mármol blanco donde se firman las promesas puras, nido de las manos lastimadas
en los afanes de la vida? Cuando se padece mucho, no se desea un beso en los
labios sino en la frente. Y ese mismo poetín lo dijo muy bien el otro día en
sus versos «A una niña muerta», era algo así como esto: las rosas del alma
suben a las mejillas; las estrellas del alma, a la frente. Hay algo de
tenebroso y de inquietante en esas frentes cubiertas. No, Adela, no, a usted le
está encantadora esa selva de ricitos: así pintaban en los cuadros de antes a
los cupidos revoloteando sobre la frente de las diosas. No, Adela, no le hagas
caso: esas frentes cubiertas, me dan miedo. Es que ya se piensan unas cosas,
que las mujeres se cubren la frente de miedo de que se las vean. Oh, no, Ana:
¿qué han de pensar ustedes más que jazmines y claveles? Pues que no, Pedro:
rompa usted las frentes, y verá dentro, en unos tiestitos que parecen bocas
abiertas, unas plantas secas, que dan unas florecitas redondas y amarillas. Y
Ana iba así ennobleciendo la conversación, porque Dios le había dado el
privilegio de las flores: el de perfumar. Adela, silenciosa hacía un momento,
alzó la cabeza y mantuvo algún tiempo los ojos fijos delante de sí, viendo como
el perfil céltico de Pedro, con su hermosa barba negra, se destacaba, a la luz
sana de la tarde, sobre el zócalo de mármol que revestía una de las anchas
columnas del corredor de la casa. Bajó la cabeza, y a este movimiento, se
desprendió de ella la rosa encarnada, que cayó deshaciéndose a los pies de
Pedro.
* * *
Juan y Lucía aparecieron por el corredor, ella como
arrepentida y sumisa, él como siempre, sereno y bondadoso. Hermosa era la
pareja, tal como se venían lentamente acercando al grupo de sus amigas en el
patio. Altos los dos, Lucía, más de lo que sentaba a sus años y sexo, Juan, de
aquella elevada estatura, realzada por las proporciones de las formas, que en
sí misma lleva algo de espíritu, y parece dispuesta por la naturaleza al
heroísmo y al triunfo. Y allá, en la penumbra del corredor, como un rayo de luz
diese sobre el rostro de Juan, y de su brazo, aunque un poco a su zaga, venía
Lucía, en la frente de él, vasta y blanca, parecía que se abría una rosa de
plata: y de la de Lucía se veían solo, en la sombra oscura del rostro, sus dos
ojos llameantes, como dos amenazas.
—Está Ana imprudente —dijo Juan con su voz de caricia— : ¿cómo
no tiene miedo a este aire del crepúsculo?
—¡Pero si es ya el mío natural, Juan querido! Vamos,
Pedro: deme el brazo.
—Pero pronto, Pedro, que esta es la hora en que los
aromas suben de las flores, y si no la haces presa, se nos escapa.
—¡Este Juan bueno! ¿No es verdad, Juan, que Lucía es una
loca? Ya Adela y Pedro me están al lado cuchicheando, de apetito. Vamos, pues,
que a esta hora la gente dichosa tiene deseo de tomar el chocolate.
El chocolate fragante les esperaba, servido en una mesa
de ónix, en la linda antesala. Era aquel un capricho de domingo. Gustan siempre
los jóvenes de lo desordenado e imprevisto. En el comedor, con dos caballeros
de edad, discutía las cosas públicas el buen tío de Lucía y Ana, caballero de
gorro de seda y pantuflas bordadas. La abuelita de la casa, la madre del señor
tío, no salía ya de su alcoba, donde recordaba y rezaba.
* * *
La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que
ser pequeño para ser lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos
en un ramo del techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en
bronce, caía sobre la mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara
de luz eléctrica incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de
Viena, de rejilla menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores
tenues que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve» en
el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de habitación en que se
vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por
vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto
constante de lo bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a
rebajar el alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros
países azules! Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando
las paredes, animando los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos,
que la coloreen y la disipen.
Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de
guirnaldas de flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus marcos de roble
liso dorado, de cuadros de Madrazo y de Nittis, de Fortuny y de Pasini,
grabados en Goupil; de dos en dos estaban colgados los cuadros, y entre cada
dos grupos de ellos, un estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que
los cuadros, ni más alto ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba
frente a la puerta del corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba
un aéreo busto de la Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un
gran vaso de porcelana de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos
de jazmines y de lirios. Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de
Mignon una guirnalda de claveles encarnados. En este testero no había libros,
ni cuadros que no fuesen grabados de episodios de la vida de la triste niña, y
distribuidos como un halo en la pared en derredor del busto. Y en las esquinas
de la habitación, en caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su
rica encuadernación cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo desgarrador y fatídico, con
láminas de Gustavo Doré, que se llevan la mente por los espacios vagos en alas
de caballos sin freno: el Rubaiyat
el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos
apodícticos del norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito,
empastado en seda lila, de Las Noches,
de Alfredo de Musset; y un Wilhelm
Meister el libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos insignificantes,
había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete negro mate embutido
con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma de la niña, turquesas,
azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida;
ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado
y roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan sus ganancias de un año.
Por los bajos de la pared, y a manera de sillas, había, en trípodes de ébano,
pequeños vasos chinos, de colores suaves, con mucho amarillo y escaso rojo. Las
paredes, pintadas al óleo, con guirnaldas de flores, eran blancas. Causaba
aquella antesala, en cuyo arreglo influyó Juan, una impresión de fe y de luz.
* * *
Y allí se sentaron los cinco jóvenes, a gustar en sus
tazas de coco el rico chocolate de la casa, que en hacerlo fragante era famosa.
No tenía mucho azúcar, ni era espeso. ¡Para gente mayor, el chocolate espeso!
Adela, caprichosa, pedía para sí la taza que tuviese más espuma.
—Esta, Adela —le dijo Juan, poniendo ante ella, antes de
sentarse, una de las tazas de coco negro, en la que la espuma hervía
tornasolada.
—¡Malvado! —le dijo Adela, mientras que todos reían— ;
¡me has dado la de la ardilla!
Eran unas tazas, extrañas también, en que Juan, amigo de
cosas, patrias, había sabido hacer que el artífice combinara la novedad y el
arte. Las tazas eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto, que los
indígenas realzan con caprichosas labores y leyendas, sumisas éstas como su
condición, y aquellas pomposas, atrevidas y extrañas, muy llenas de alas y de
serpientes, recuerdos tenaces de un arte original y desconocido que la
conquista hundió en la tierra, a botes de lanza. Y estos coquillos negros
estaban muy pulidos por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve
sutil como encaje. Cada taza descansaba en una trípode de plata, formada por un
atributo de algún ave o fiera de América, y las dos asas eran dos preciosas
miniaturas, en plata también, del animal simbolizado en la trípode. En tres colas
de ardilla se asentaba la taza de Adela, y a su chocolate se asomaban las dos
ardillas, como a un mar de nueces. Dos quetzales altivos, dos quetzales de cola
de tres plumas, larga la del centro como una flecha verde, se asían a los
bordes de la taza de Ana: ¡el quetzal noble, que cuando cae cautivo o ve rota
la pluma larga de su cola, muere! Las asas de la taza de Lucía eran dos pumas
elásticos y fieros, en la opuesta colocación dedos enemigos que se acechan:
descansaba sobre tres garras de puma, el león americano. Dos águilas eran las
asas de la de Juan; y la de Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos
capuchinos.
* * *
Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a
los débiles, y como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual
forma suavísima del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es.
Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de
esos pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de familia que
asisten de tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto espíritu de
independencia en el pecado, que lo hace simpático cuando no es excesivo. Pocas
son por el mundo las criaturas que, hallándose con las encías provistas de
dientes, se deciden a no morder, o reconocen que hay un placer más profundo que
el de hincar los dientes, y es no usarlos. Pues, ¿para qué es la dentadura, se
dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para lucirla, y triturar
los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro era de los que lucían la
dentadura.
Incapaz, tal vez, de causar mal en conciencia, el daño
estaba en que él no sabía cuando causaba mal, o en que, siendo la satisfacción
de un deseo, él no veía en ella mal alguno, sino que toda hermosura, por serlo,
le parecía de él, y en su propia belleza, la belleza funesta de un hombre
perezoso y adocenado, veía como un título natural, título de león, sobre los
bienes de la tierra, y el mayor de ellos, que son sus bellas criaturas. Pedro
tenía en los ojos aquel inquieto centelleo que subyuga y convida: en actos y palabras,
la insolente firmeza que da la costumbre de la victoria, y en su misma
arrogancia tal olvido de que la tenía, que era la mayor perfección y el más
temible encanto de ella.
Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre,
por tierras de afuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros
nos parecen con justicia infamias, aquel delicado concepto de la mujer sin el
que, por grandes esfuerzos que haga luego la mente, no le es lícito gozar,
puesto que no le es lícito creer en el amor de la más limpia criatura. Todos
aquellos placeres que no vienen derechamente y en razón de los afectos
legítimos, aunque sean champaña de la vanidad, son acíbar de la memoria. Eso en
los más honrados, que en los que no lo son, de tanto andar entre frutas
estrujadas, llegan a enviciarse los ojos de manera que no tienen más arte ni
placer que los de estrujar frutas. Solo Ana, de cuantas jóvenes había conocido
a su vuelta de las malas tierras de afuera, le había inspirado, aun antes de su
enfermedad, un respeto que en sus horas de reposo solía trocarse en un
pensamiento persistente y blando. Pero Ana se iba al cielo: Ana, que jamás
hubiera puesto a aquel turbulento mancebo de señor de su alma apacible, como un
palacio de nácar; pero que, por esa fatal perversión que atrae a los espíritus
desemejantes, no había visto sin un doloroso interés y una turbación
primaveral, aquella rica hermosura de hombre, airosa y firme, puesta por la
naturaleza como vestidura a un alma escasa, tal como suelen algunos cantantes transportar
a inefables deliquios y etéreas esferas a sus oyentes, con la expresión en
notas querellosas y cristalinas, blancas como las palomas o agudas como
puñales, de pasiones que sus espíritus burdos son incapaces de entender ni de
sentir. ¿Quién no ha visto romper en actos y palabras brutales contra su
delicada mujer a un tenor que acababa de cantar, con sobrehumano poder, el
«Spirto Gentil» de la Favorita? Tal
la hermosura sobre las almas escasas.
Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles,
por aquella benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición a lo
pintoresco de las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño, que no se rompen
sin gran dolor del corazón, Juan quería a Pedro.
Hablaban de las últimas modas, de que en París se
rehabilita el color verde, de que en París, decía Pedro, nada más se vive.
—Pues yo no —decía Ana— . Cuando Lucía sea ya señora
formal, adonde vamos los tres es a Italia y a España: ¿verdad, Juan?
—Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha
sido perfecto. A Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en pueblo
alguno de la tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a Nápoles, donde el
alma se siente contenta, como si hubiera llegado a su término. ¿Tú no querrás,
Lucía?
—Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese
cuarto la Alhambra, y en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y así
viajaremos!
Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París,
quién sabe con qué compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo todo, no
de aquella tranquila vida interior y regalada, al calor de la estufa, leyendo
libros buenos, después de curiosear discretamente por entre las novedades
francesas, y estudiar con empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino
la vida teatral y nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se vive,
siempre en pie, siempre cansado, siempre adolorido; la vida de las heroínas de
teatro, de las gentes que se enseñan, damas que enloquecen, de los nababs que
deslumbran con el pródigo empleo de su fortuna.
Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu
impaciente, sacaba ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el
carácter, y se preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia, las
interioridades luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decía cosas que, por
la nobleza que enseñaban o la felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas
de ternura y de piedad a los ojos de Ana —Adela y Pedro, en plena Francia, iban
y venían, como del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se viste con
Worth. La mano de la Judic es la más bonita de París. En las carreras es donde
se lucen los mejores vestidos. ¡Qué linda estaría Adela, en el pescante de un
coche de carreras, con un vestido de tila muy suave, adornado con pasamanería
de plata! ¡Ah, y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la ciudad, qué
pronto no se estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive con estas trabas de
aquí, donde todo es malo! La mujer es aquí una esclava disfrazada: allí es donde
es la reina. Eso es París ahora: el reinado de la mujer. Acá, todo es
pecado: si se sale, si se entra, si se da el brazo a un amigo, si se lee un
libro ameno. ¡Pero esa es una falta de respeto, eso es ir contra las obras de
la naturaleza! ¿Porque una flor nace en un vaso de Sevres, se la ha de privar
del aire y de la luz? ¿Porque la mujer nace más hermosa que el hombre, se le ha
de oprimir el pensamiento, y so pretexto de un recato gazmoño, obligarla a que
viva, escondiendo sus impresiones, como un ladrón esconde su tesoro en una
cueva? Es preciso, Adelita, es preciso. Las mujeres más lindas de París son las
sudamericanas. ¡Oh, no habría en París otra tan chispeante como ella!».
—Vea, Pedro —interrumpió a este punto Ana, con aquella
sonrisa suya que hacía más eficaces sus reproches— , déjeme quieta a Adela.
Usted sabe que yo pinto, ¿verdad?
—Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de
una luz que sube; con muchos ángeles y serafines. ¿Por qué no nos enseñas el
último, Ana mía? Es lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.
—¡Adela, Adela!
—De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de
jardín y el ciclo es claro, muy claro y muy lindo. Un joven... muy buen mozo...
vestido con un traje gris muy elegante, se mira las manos asombrado. Acaba de
romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le han quedado las manos manchadas
de sangre.
—¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?
—Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de
México, un Manuel Ocaranza, que hacía cosas como esas.
—Entre los caballeros que rompen o manchan lirios
quisiera yo que tuviese éxito mi cuadro. ¡Quién pintara de veras, y no hiciera
esos borrones míos! Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy a hacer
una copia para usted
—¡Para mí! Juan, ¿por qué no es este el tiempo en que no
era mal visto que los caballeros besasen la mano a las damas?
—Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar
tan visible que por todas partes le salte a los ojos. Y ¿por qué estamos
hablando ahora de mis obras maestras? ¡Ah! porque usted me le hablaba a Adela
mucho de París. ¡Otro cuadro voy a empezar en cuanto me ponga buena! Sobre una
colina voy a pintar un monstruo sentado. Pondré la luna en cenit, para que
caiga de lleno sobre el lomo del monstruo, y me permita simular con líneas de
luz en las partes salientes los edificios de París más famosos. Y mientras la
luna le acaricia el lomo, y se ve por el contraste del perfil luminoso toda la
negrura de su cuerpo, el monstruo, con cabeza de mujer, estará devorando rosas.
Allá por un rincón se verán jóvenes flacas y desmelenadas que huyen, con las
túnicas rotas, levantando las manos al cielo.
—Lucía —dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído
de su prima, siempre absorta— : ¡y que esta pobre Ana se nos muera!
Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella
confusión y malestar que la gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en
la compañía íntima de una de esas criaturas que pasan por la tierra, a manera
de visión, extinguiéndose plácidamente, con la feliz capacidad de adivinar las
cosas puras, sobrehumanas, y la hermosa indignación por la batalla de apetitos
feroces en que se consume, la tierra.
—De fieras, yo conozco dos clases —decía una vez Ana—:
una se viste de pieles, devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de
trajes elegantes, come animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón.
No somos más que fieras reformadas.
Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir
de estas cosas singulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida
apenas del círculo de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer y
perdonar? ¿Se vive antes de vivir? ¿O las estrellas, ganosas de hacer un viaje
de recreo por la tierra, suelen por algún tiempo alojarse en un cuerpo humano?
¡Ay! por eso duran tan poco los cuerpos en que se alojan las estrellas.
* * *
—¿Conque Ana pinta, y La
Revista de Artes está buscando cuadros de autores del país que dar a
conocer, y este Juan pecador no ha hecho ya publicar esas maravillas en La Revista?
—Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos
sacar a luz. Ella no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue
bastante acabados para resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana, que Pedro
Real tiene razón.
—¿Razón, Pedro Real? —dijo Ana con una risa cristalina,
de madre generosa— . No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no son
absolutamente necesarias, no deben hacerse sino cuando se pueden hacer
enteramente bien, y estas cosas que yo hago, que veo vivas y claras en lo hondo
de mi mente, y con tal realidad que me parece que las palpo, me quedan luego en
la tela tan contrahechas y duras que creo que mis visiones me van a castigar, y
me regañan, y toman mis pinceles de la caja, y a mí de una oreja, y me llevan
delante del cuadro para que vea cómo borran coléricas la mala pintura que hice
de ellas. Y luego, ¿qué he de saber yo, sin más dibujo que el que me enseñó el
señor Mazuchellí, ni más colores que
estos tan pálidos que saco de mí misma?
Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan,
profundamente interesado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de
sí mismos que gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten morir, iba
diciendo Ana. ¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y pensaba en otra cosa!
Ana, sí, Ana era muy buena; pero ¿qué derecho tenía Juan a olvidarse tanto de
Lucía, y estando a su lado, poner tanta atención en las rarezas de Ana? Cuando
ella estaba a su lado, ella debía ser su único pensamiento. Y apretaba sus
labios; se le encendían de pronto, como de un vuelco de la sangre las mejillas;
enrollaba nerviosamente en el dedo índice de la mano izquierda un finísimo
pañuelo de batista y encaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y lo desenrollaba con
tal violencia, que yendo rápidamente de una mano a la otra, el lindo pañuelo
parecía una víbora, una de esas víboras blancas que se ven en la costa
yucateca.
—Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis
cuadritos —siguió Ana— ; sino porque cuando los estoy pintando, me alegro o me
entristezco como una loca, sin saber por qué: salto de contento, yo que no
puedo saltar ya mucho, cuando creo que con un rasgo de pincel le he dado a unos
ojos, o a la tórtola viuda que pinté el mes pasado, la expresión que yo quería;
y si pinto una desdicha, me parece que es de veras, y me paso horas enteras
mirándola, o me enojo conmigo misma si es de aquellas que yo no puedo remediar,
como en esas dos telitas mías que tú conoces, Juan, La madre sin hijo y el hombre que se muere en un sillón, mirando en
la chimenea el fuego apagado: El hombre
sin amor. No se ría, Pedro, de esta colección de extravagancias. Ni diga
que estos asuntos son para personas mayores; las enfermas son como unas
viejitas, y tienen derecho a esos atrevimientos.
—Pero, ¿cómo —le dijo Pedro subyugado— , no han de tener
sus cuadros todo el encanto y el color de ópalo de su alma?
— ¡Oh! ¡oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen
gusto ser lisonjero. La lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la
Arcadia en la pintura: ¡cosa de principiantes!
—Pero, ¿por qué decías, puso aquí Juan, que no querías
exhibir tus cuadros?
—Porque como desde que los imagino hasta que los acabo
voy poniendo en ellos tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino
mi alma misma, y me da vergüenza de que me la vean, y me parece que he pecado
con atreverme a asuntos que están mejor para nube que para colores, y como solo
yo sé cuánta paloma arrulla, y cuánta violeta se abre, y cuánta estrella lucen
lo que pinto; como yo sola siento cómo me duele el corazón, o se me llena todo
el pecho de lágrimas o me laten las sienes, como si me las azotasen alas,
cuando estoy pintando; como nadie más que yo sabe que esos pedazos de lienzo,
por desdichados que me salgan, son pedazos de entrañas mías en que he puesto
con mi mejor voluntad lo mejor que hay en mí, ¡me da como una soberbia de
pensar que si los enseño en público, uno de esos críticos sabios o cabalierines
presuntuosos me diga, por lucir un nombre recién aprendido de pintor
extranjero, o una linda frase, que esto que yo hago es de Chaplin o de Lefevre,
o a mi cuadrito Flores vivas, que he
descargado sobre él una escopeta llena de colores! ¿Te acuerdas? ¡como si no
supiera yo que cada flor de aquellas es una persona que yo conozco, y no
hubiera yo estudiado tres o cuatro personas de un mismo carácter, antes de
simbolizar el carácter en una flor; como si no supiese yo quién es aquella rosa
roja, altiva, con sombras negras, que se levanta por sobre todas las demás en
su tallo sin hojas, y aquella otra flor azul que mira al cielo como si fuese a
hacerse pájaro y a tender a él las alas, y aquel aguinaldo lindo que trepa
humildemente, como un niño castigado, por el tallo de la rosa roja. ¡Malos!
¡escopeta cargada de colores!
—Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una
flor, y en aquel gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendría
perpetuamente, para que nunca se me desconsolase el alma.
—Juan —dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y
levantándose— : ¿quieres venir a oír el «M’odi tu» que me trajiste el sábado?
¡No lo has oído todavía!
—¡Ah! y a propósito, no saben ustedes —dijo Pedro como
poniéndose ya en pie para despedirse— , que la cabeza ideal que ha publicado en
su último número La Revista de Artes...
—¿Qué cabeza? —preguntó Lucía— ¿una que parece de una virgen de Rafael, pero
con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz de un lirio?
— Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la
de una niña que va a salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un
pasmo de hermosura: es la cabeza de Leonor del Valle.
Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un
salto; y Juan alzó del suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto.
Capítulo
II
Como veinte años antes de la historia que vamos narrando,
llegaron a la ciudad donde sucedió, un caballero de mediana edad y su esposa,
nacidos ambos en España, de donde, en fuerza de cierta indómita condición del
honrado don Manuel del Valle, que le hizo mal mirado de las gentes del poder
como cabecilla y vocero de las ideas liberales, decidió al fin salir el señor
don Manuel; no tanto porque no le bastase al Sustento su humilde mesa de
abogado de provincia, cuanto porque siempre tenía, por moverse o por estarse
quedo, al guindilla, como llaman allá al policía, encima; y porque, a
consecuencia de querer la libertad limpia y para buenos fines, se quedó con tan
pocos amigos entre los mismos que parecían defenderla, y lo miraban como a un
celador enojoso, que esto más le ayudó a determinar, de un golpe de cabeza,
venir a «las Repúblicas de América», imaginando, que donde no había reina
liviana, no habría gente oprimida, ni aquella trabilla de cortesanos perezosos
y aduladores, que a don Manuel le parecían vergüenza rematada de su especie, y,
por ser hombre él, como un pecado propio.
Era de no acabar de oírle, y tenerle que rogar que se
calmase, cuando con aquel lenguaje pintoresco y desembarazado recordaba, no sin
su buena cerrazón de truenos y relámpagos y unas amenazas grandes como torres,
los bellacos oficios de tal o de cual marquesa, que auxiliando ligerezas ajenas
querían hacer, por lo comunes, menos culpables las propias; o tal historia de
un capitán de guardias, que pareció bien en la corte con su ruda belleza de
montañés y su cabello abundante y alborotado, y apenas entrevió su buena fortuna
tomó prestados unos dineros, con que enrizarse, en lo del peluquero la
cabellera, y en lo del sastre vestir de paño bueno, y en lo del calzador
comprarse unos botitos, con que estar galán en la hora en que debía ir a
palacio, donde al volver el capitán con estas donosuras, pareció tan feo y
presumido que en poco estuvo que perdiese algo más que la capitanía. Y de unas
jiras, o fiestas de campo, hablaba de tal manera don Manuel, así como de
ciertas cenas en la fonda de un francés, que cuando contaba de ellas no podía
estar sentado; y daba con el puño sobre la mesa que le andaba cerca, como para
acentuar las palabras, y arreciaban los truenos, y abría cuantas ventanas o
puertas hallaba a mano. Se desfiguraba el buen caballero español, de santa ira,
la cual, como apenado luego de haberle dado riendas en tierra que al fin no era
la suya, venía siempre a parar en que don Manuel tocase en la guitarra que se
había traído cuando el viaje, con una ternura que solía humedecer los ojos
suyos y los ajenos, unas serenatas de su propia música, que más que de la
rondalla aragonesa que le servía como de arranque y ritornello, tenía de desesperada canción de amores de un trovador
muerto de ellos por la dama de un duro castellano, en un castillo, allá tras de
los mares, que el trovador no había de ver jamás.
En esos días la linda doña Andrea, cuyas largas trenzas
de color castaño eran la envidia de cuantas se las conocían, extremaba unas
pocas habilidades de cocina, que se trajo de España, adivinando que complacería
con ellas más tarde a su marido. Y cuando en el cuarto de los libros, que en
verdad era la sala de la casa, centelleaba don Manuel, sacudiéndose más que
echándose sobre uno y otro hombro alternativamente los cabos de la capa que so
pretexto de frío se quitaba raras veces, era fijo que andaba entrando y
saliendo por la cocina, con su cuerpo elegante y modesto, la buena señora doña
Andrea, poniendo mano en un pisto manchego, o aderezando unas farinetas de
Salamanca que a escondidas había pedido a sus parientes en España, o
preparando, con más voluntad que arte, un arroz con chorizo, de cuyos primores,
que acababan de calmar las iras del republicano, jamás dijo mal don Manuel del
Valle, aun cuando en sus adentros reconociese que algo se había quemado allí, o
sufrido accidente mayor: o los chorizos, o el arroz, o entrambos. ¡Fuera de la
patria, si piedras negras se reciben de ella, de las piedras negras parece que
sale luz de astro!
Era de acero fino don Manuel, y tan honrado, que nunca,
por muchos que fueran sus apuros, puso su inteligencia y saber, ni excesivos ni
escasos, al servicio de tantos poderosos e intrigantes como andan por el mundo,
quienes suelen estar prontos a sacar de agonía a las gentes de talento
menesterosas, con tal que éstas se presten a ayudar con sus habilidades el
éxito de las tramas con que aquellos promueven y sustentan su fortuna: de tal
modo que, si se va a ver, está hoy viviendo la gente con tantas mañas, que es
ya hasta de mal gusto ser honrado.
En este diario y en aquel, no bien puso el pie en el
país, escribió el señor Valle con mano ejercitada, aunque un tanto febril y
descompuesta, sus azotainas contra las monarquías y vilezas que engendra, y sus
himnos, encendidos como cantos de batalla, en loor de la libertad, de que «los
campos nuevos y los altos montes y los anchos ríos de esta linda América,
parecen natural sustento».
Mas a poco de esto, hacía veinticinco años a la fecha de
nuestra historia tales cosas iba viendo nuestro señor don Manuel que volvió a
tomar la capa, que por inútil había colgado en el rincón más hondo del armario,
y cada día se fue callando más, y escribiendo menos, y arrebujándose mejor en
ella, hasta que guardó las plumas, y muy apegado ya a la clemente temperatura
del país y al dulce trato de sus hijos para pensar en abandonarlo, determinó
abrir escuela; si bien no introdujo en el arte de enseñar, por no ser aun este
muy sabido tampoco en España, novedad alguna que acomodase mejor a la educación
de los hispanoamericanos fáciles y ardientes, que los torpes métodos en uso,
ello es que con su Iturzaeta y su Aritmética de Krüger y su Dibujo Lineal, y
unas encendidas lecciones de Historia, de que salía bufando y escapando Felipe
Segundo como comido de llamas, el señor Valle sacó una generación de
discípulos, un tanto románticos y dados a lo maravilloso, pero que fueron a su
tiempo mancebos de honor y enemigos tenaces de los gobiernos tiránicos. Tanto
que hubo vez en que, por cosas como las de poner en su lugar a Felipe Segundo,
estuvo a punto el señor don Manuel de ir, con su capa y su cuaderno de
Iturzaeta, a dar en manos de los guindillas americanos «en estas mismísimas
Repúblicas de América». A la fecha de nuestra historia, hacía ya unos
veinticinco años de esto.
Tan casero era don Manuel, que apenas pasaba año sin que
los discípulos tuviesen ocasión de celebrar, cuál con una gallina, cuál con un
par de pichones, cuál con un pavo, la presencia de un nuevo ornamento vivo de
la casa.
—Y ¿qué ha sido, don Manuel? ¿Algún Aristogitón que haya
de librar a la patria del tirano?
—¡Calle usted, paisano, calle usted; un malakoff más! —Malakoff,
llamaban entonces, por la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en
llano se ha llamado siempre miriñaque o crinolina.
Y don Manuel quería mucho a sus hijos, y se prometía
vivir cuanto pudiese para ellos; pero le andaba desde hacía algún tiempo por el
lado izquierdo del pecho un carcominillo que le molestaba de verdad, como una
cestita de llamas que estuviera allí encendida, de día y de noche, Y no se
apagase nunca. Y como cuando la cestita le quemaba con más fuerza sentía él un
poco paralizado el brazo del corazón, y todo el cuerpo vibrante como las
cuerdas de un violín, y después de eso le venían de pronto unos apetitos de
llorar y una necesidad de tenderse por tierra, que le ponían muy triste, aquel
buen don Manuel no veía sin susto cómo le iban naciendo tantos hijos, que en el
caso de su muerte habían de ser más un estorbo que una ayuda para «esa pobre
Andrea, que es mujer muy señora y bonaza, pero ¡para poco, para poco!».
* * *
Cinco hijas llegó a tener don Manuel del Valle, mas antes
de ellas le había nacido un hijo, que desde niño empezó a dar señales de ser
alma de pro. Tenía gustos raros y bravura desmedida, no tanto para lidiar con
sus compañeros, aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como para
afrontar situaciones difíciles, que requerían algo más que la fiereza de la
sangre o la presteza de los puños. Una vez, con unos cuantos compañeros suyos,
publicó en el colegio un periodiquín manuscrito, y por supuesto revolucionario,
contra cierto pedante profesor que prohibía a sus alumnos argumentarles sobre
los puntos que les enseñaba; y como un colegial aficionado al lápiz pintase de
pavo real a este maestrazo, en una lámina repartida con el periodiquín, y don
Manuel, en vista de la queja del pavo real, amenazara en sala plena con
expulsar del colegio en consejo de disciplina al autor de la descortesía,
aunque fuese su propio hijo, el gentil Manuelillo, digno primogénito del
egregio varón, quiso quitar de sus compañeros toda culpa, y echarla entera
sobre sí; y levantándose de su asiento, dijo, con gran perplejidad del pobre
don Manuel, y murmullos de admiración de la asamblea:
—Pues, señor Director: yo solo he sido.
Y pasaba las noches en claro, luego que se le extinguía
la vela escasa que le daban, leyendo a la luz de la luna. O echaba a caminar,
con las Empresas de Saavedra Fajardo
bajo el brazo, por las calles umbrosas de la Alameda, y creyéndose a veces
nueva encarnación de las grandes figuras de la historia, cuyos gérmenes le
parecía sentir en sí, y otras desesperando de hacer cosa que pudiera igualarlo
a ellas, rompía a llorar, de desesperación y de ternura. O se iba de noche a la
orilla de la mar, a que le salpicasen el rostro las gotas frescas que saltaban
del agua salada al reventar contra las rocas.
Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto
caballo veía a su alcance: y mejor si lo hallaba en pelo; y si había que saltar
una cerca mejor. En una noche se aprendía los libros que en todo el año escolar
no podían a veces dominar sus compañeros; y aunque la Historia Natural y la
Universal y cuanto añadiese algo útil a su saber y le estimulase el juicio y la
verba, eran sus materias preferidas, a pocas ojeadas penetraba el sentido de la
más negra lección de Álgebra, tanto que su maestro, un ingeniero muy mentado y
brusco, le ofreció enseñarle, en premio de su aplicación, la manera de calcular
lo infinitésimo.
Escribía Manuelillo, en semejanza de lo que estaba en
boga entonces, unas letrillas y artículos de costumbres que ya mostraban a un
enamorado de la buena lengua; pero a poco se soltó por natural empuje, con
vuelos suyos propios, y empezó a enderezar a los gobernantes que no dirigen
honradamente a sus pueblos, unas odas tan a lo pindárico, y recibidas con tal favor
entre la gente estudiantesca, que en una revuelta que tramaron contra el
Gobierno unos patricios que andaban muy solos, pues llevaban consigo la buena
doctrina, fue hecho preso don Manuelillo, quien en verdad tenía en la sangre el
microbio sedicioso; y bien que tuvieron que empeñarse los amigos pudientes de
don Manuel para que en gracia de su edad saliese libre el Pindarito, a quien su
padre, riñéndole con los labios, en que le temblaban los bigotes, como los
árboles cuando va a caer la lluvia, y aprobándole con el corazón, envió a
seguir, en lo que cometió grandísimo error, estudios de Derecho en la
Universidad de Salamanca, más desfavorecida que otras de España, y no muy
gloriosa ahora, pero donde tenía la angustiada doña Andrea los buenos parientes
que le enviaban las farinetas.
Se fue el de las odas en un bergantín que había venido
cargado de vinos de Cádiz; y sentadito en la popa del barco, fijaba en la costa
de su patria los ojos anegados de tan triste manera, que a pesar del águila
nueva que llevaba en el alma, le parecía que iba todo muerto y sin capacidad de
resurrección y que era él como un árbol prendido a aquella costa por las
raíces, al que el buque llevaba atado por las ramas pujando mar afuera, de modo
que sin raíces se quedaba el árbol, si lograba arrancarlo de la costa la fuerza
del buque, y moría: o como el tronco no podía resistir aquella tirantez, se
quebraría al fin, y moría también; pero lo que don Manuelillo veía claro, era
que moría de todos modos. Lo cual, ¡ay! fue verdad, cuatro años más tarde,
cuando de Salamanca había hallado aquel niño manera de pasar, como ayo en la
casa de un conde carlista, a estudiar a Madrid. Se murió de unas fiebres
enemigas, que le empezaron con grandes aturdimientos de cabeza, y unas visiones
dolorosas y tenaces que él mismo describía en su cama revuelta, de delirante,
con palabras fogosas y desencajadas, que parecían una caja de joyas rotas; y
sobre todo, una visión que tenía siempre delante de los ojos, y creía que se le
venía encima, y le echaba un aire encendido en la frente, y se iba de mal
humor, y se volvía a él de lejos, llamándole con muchos brazos: la visión de
una palma en llamas. En su tierra, las llanuras que rodeaban la ciudad estaban
cubiertas de palmas.
* * *
No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su
hijo, aunque bien pudo ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo
supiese, se sentó un día en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la
guitarra al lado, como si sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez
que un frescor húmedo y sabroso, que no era el de todos los días, sino mucho
más grato. Doña Andrea estaba sentada en una banqueta a sus pies, y, lo miraba
con los ojos secos, y crecidos, y le tenía las manos. Dos hijas lloraban
abrazadas en un rincón: la mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los
cabellos, o lo entretenía con frases zalameras, mientras le preparaba una
bebida; de pronto, desasiéndose bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió
don Manuel los brazos y los labios como buscando aire; los cerró violentamente
alrededor de la cabeza de doña Andrea, a quien besó en la frente con un beso
frenético; se irguió como si quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó
sobre el respaldo del asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como
cuando en tormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta
al muelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior del
cuerpo se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y
sonriendo, con la mano casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó
muerto. Pero nunca se lo quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban
que el padre no escribía porque sufría de reumatismo en las manos, para que no
le entrase el miedo por las angustias de la casa, y quisiese venir a
socorrerlas, interrumpiendo antes de tiempo sus estudios. Y era también que
doña Andrea conocía que su pobre hijo había nacido comido de aquellas ansias de
redención y evangélica quijotería que le habían enfermado el corazón al padre,
y acelerado su muerte, y como en la tierra en que vivían había tanto que
redimir, y tanta cosa cautiva que libertar, y tanto entuerto que poner derecho,
veía la buena Madre, con espanto, la hora de que su hijo volviese a su patria,
cuya hora, en su pensar, sería la del sacrificio de Manuelillo.
—¡Ay! —decía doña Andrea— , una vez que un amigo, de la
casa le hablaba con esperanzas del porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos
hará aun más infelices sin quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a
sí mismo. Él no sabe hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de
todos modos, por desdicha de doña Andrea, Manuelillo había partido de la tierra
antes de volver a ver la suya propia, ¡detrás de la palma encendida!
¿Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una
palma caída, no piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las
fuerzas, y en tierra extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo
decorosamente con los productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el
ayudar a Manuelillo a mantenerse en España le había puesto en muy grandes
apuros.
Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el
derrumbe de las antiguas vallas sociales y las finezas de la educación, ha
venido a crearse una nueva y vastísima clase de aristócratas de la
inteligencia, con todas las necesidades de parecer y gustos ricos que de ella
vienen, sin que haya habido tiempo aun, en lo rápido del vuelco, para que el
cambio en la organización y repartimiento de las fortunas corresponda a la
brusca alteración en las relaciones sociales, producidas por las libertades
políticas y la vulgarización de los conocimientos. Una hacienda ordenada es el
fondo de la felicidad universal. Y búsquese en los pueblos, en las casas, en el
amor mismo más acendrado y seguro, la causa de tantos trastornos y rupturas,
que los oscurecen y afean, cuando no son causa del apartamiento, o de la
muerte, que es otra forma de él: la hacienda es el estómago de la felicidad.
Maridos, amantes, personas que aun tenéis que vivir y anheláis prosperar:
¡organizad bien vuestra hacienda!
De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la
casa de don Manuel, obligado con sus medios de hombre pobre a mantenerse,
aunque sin ostentación ni despilfarro, como caballero rico. ¿Ni quién se niega,
si los quiere bien, a que sus hijos brillantes e inteligentes, aprendan esas
cosas de arte, el dibujar, el pintar, el tocar piano, que alegran tanto la
casa, y elevan, si son bien comprendidas y caen en buena tierra, el carácter de
quien las posee, esas cosas de arte que apenas hace un siglo eran todavía
propiedad casi exclusiva de reinas y princesas? ¿Quién que ve a sus
pequeñines finos y delicados, en virtud de esa aristocracia del espíritu que en
estos tiempos nuevos han sustituido a la aristocracia degenerada de la sangre,
no gusta de vestirlos de linda manera, en acuerdo con el propio buen gusto
cultivado, que no se contenta con falsificaciones y bellaquerías, y de modo que
el vestir complete y revele la distinción del alma de los queridos niños? Uno,
padrazo ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta con un
traje negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se
está bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien
hemos hecho sufrir tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos,
y nos ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los
conquistadores! ¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!
De manera que, cuando don Manuel murió, solo había en la
casa los objetos de su uso y adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen
gusto que la holgura, los libros de don Manuel, que miraba la madre como
pensamientos vivos de su esposo, que debían guardarse íntegros a su hijo ausente,
y los enseres de la escuela, que un ayudante de don Manuel, que apenas le vio
muerto se alzó con la mayor parte de sus discípulos, halló manera de comprar a
la viuda, abandonada así por el que en conciencia debió continuar ayudándola,
en una suma corta, la mayor, sin embargo, que después de la muerte de don
Manuel se vio nunca en aquella pobre casa. Hacen pensar en las viudas las
palmas caídas.
Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en
cuando qué tal le iba yendo a la pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su
suerte. Ya ella sabía: en cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar.
Para cualquier cosa, para cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en
visita solemne, en día de fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y
se iban haciendo muchas cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen
hacer olvidar la mayor intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio
más activo. Da espanto ver cuán sola se queda una casa en que ha entrado la
desgracia: da deseos de morir.
¿Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas
ya crecidas; con el hijo en España, aunque ya el noble mozo había prohibido,
aun suponiendo a su padre vivo, que le enviasen dinero? ¿qué se haría con sus
hijas pequeñas, que eran, las tres, por lo modestas y unidas, la gala del
colegio; con Leonor, la última flor de sus entrañas, la que las gentes detenían
en la calle para mirarla a su placer, asombradas de su hermosura? ¿qué se haría
doña Andrea? Así, cortado el tronco, se secan las ramas del árbol, un tiempo
verdes, abandonadas sobre la tierra. ¡Pero los libros de don Manuel no! esos no
se tocaban: nada más que a sacudirlos, en la piececita que les destinó en la
casa pobrísima que tomó luego, permitía la señora que entrasen una vez al mes.
O cuando, ciertos domingos, las demás niñas iban a casa de alguna conocida a
pasar la tarde, doña Andrea se entraba sola en la habitación, con Leonor de la
mano, y allí a la sombra de aquellos tomos, sentada en el sillón en que murió
su marido, se abandonaba a conversaciones mentales, que parecían hacerle gran
bien, porque salía de ellas en un estado de silenciosa majestad, y como más
clara de rostro y levantada de estatura; de tal modo que las hijas cuando
volvían de su visita, conocían siempre, por la mayor blandura en los ademanes,
y expresión de dolorosa felicidad de su rostro, si doña Andrea había estado en
el cuarto de los libros. Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre
en aquellas entrevistas: sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años,
se sentaba en la falda de su madre, apretada en su regazo o abrazada a su
cuello, o se echaba a sus pies, reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos
cabellos finos jugaba la viuda, distraída. De vez en cuando, pocas vedes, la
cogía doña Andrea en un brusco movimiento en sus brazos, y besando con locura
la cabeza de la niña rompía en amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente,
humedecía en todo este tiempo la mano de su madre con sus besos.
* * *
De España se trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea
menos, que era de familia hidalga y pobre. Y todo, poco a poco, para atender a
las necesidades de la casa, fue saliendo de ella: hasta unas perlas margaritas
que había llevado de América a Salamanca un tío, abuelo de doña Andrea, y un
aguacate de esmeralda de la misma procedencia, que recibió de sus padres como
regalo de matrimonio; hasta unas cucharas y vasos de plata que se estrenaron
cuando se casó la madre de don Manuel, y este solía enseñar con orgullo a sus
amigos americanos, para probar en sus horas de desconfianza de la libertad,
cuánto más sólidos eran los tiempos, cosas y artífices de antaño.
Y todas las maravillas de la casa fueron cayendo en manos
de inclementes compradores; una escena autógrafa de El Delincuente Honrado de Jovellanos; una colección de monedas
romanas y árabes de Zaragoza, de las cuales las árabes estimulaban la fantasía
y avivaban las miradas de Manuelillo cada vez que el padre le permitía
curiosear en ellas; una carta de doña Juana la Loca, que nunca fue loca, a
menos que amar bien no sea locura, y en cuya carta, escrita de manos del
secretario Passamonte, se dicen cosas tan dignas y tan tiernas que dejaban
enamorados de la reina a los que las leían, y dulcemente conmovidas las
entrañas.
Así se fueron otras dos joyas que don Manuel había
estimado mucho, y mostraba con la fruición de un goloso que se complace
traviesamente en hacer gustar a sus amigos un plato cuya receta está decidido a
no dejarles conocer jamás: un estudio en madera de la cabeza de San Francisco,
de Alonso Cano, y un dibujo de Goya, con lápiz rojo, dulce como una cabeza del
mismo Rafael.
Con las cucharas de plata se pagó un mes la casa; la
esmeralda dio para tres meses; con las monedas fueron ayudándose medio año. Un
desvergonzado compró la cabeza, en un día de angustia, en cinco pesos. Un tanto
se auxiliaban con unos cuantos pesos que, muy mal cobrados y muy regañados,
ganaban doña Andrea y las hijas mayores enseñando a algunas niñas pequeñas del
barrio pobre donde habían ido a refugiarse en su penuria. Pero el dibujo de
Goya, ese si se vendió bien. Ese, él solo, produjo tanto como las margaritas y
las cucharas de plata, y el aguacate. El dibujo de Goya, única prenda que no se
arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró
Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre
extremada por los gastos en que la puso una enfermedad grave de su niña Leonor,
se halló un día pensando con espanto en que era necesario venderlos, compró los
libros a doña Andrea, mas no se los llevó consigo, sino que se los dejó a ella
«porque él no tenía donde ponerlos, y cuando los necesitase, ya se los
pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y doña Andrea sabía de sobra que
suele ser ruin, para que ese día no hubiese satisfecho su impulso de besar a
Juan la mano.
Pero Juan, joven rico y de padres y amistades que no
hacían suponer que buscase esposa en aquella casa desamparada y humilde,
comprendió que no debía ser visita de ella, donde ya eran alegría de los ojos y
del corazón, más por lo honestas que por lo lindas, las dos niñas mayores, y
muy distraído el pensamiento en cosas de la mayor alteza, y muy fino y
generoso, y muy sujeto ya por el agradecimiento del amor que le mostraba a su
prima Lucía, ni visitaba frecuentemente la casa de doña Andrea, ni hacía
alarde de no visitarla, como que le llevó su propio médico cuando la enfermedad
de Leonor, y volvió cuando la venta de los libros, y cuando sabía alguna
aflicción de la señora, que con su influjo, el no con su dinero que solía
escasearle, podía tener remedio.
* * *
Lo que, como un lirio de noche en una habitación oscura,
tuvo en medio de todas estas agonías iluminada el alma de doña Andrea, y le
aseguró en su creencia bondadosa en la nobleza de la especie humana, fue que,
ya porque en realidad le apenase la suerte de la viuda, ya porque creyera que
había de parecer mal, siendo como el don Manuel bien querido, y maestro como
ella, que permitieran la salida de sus hijas del colegio por falta de paga, la
directora del Instituto de la Merced, el más famoso y rico del país, hizo un
día, en un hermoso coche, una visita, que fue muy sonada, a casa de doña
Andrea, y allí le dijo magnánimamente, cosa que enseguida vociferó y celebró
mucho la prensa, que las tres niñas recibirían en su colegio, si ella no lo
mandaba de otro modo, toda su educación, como externas, sin gasto alguno.
Aquella vez sí que doña Andrea, sin los miramientos que en el caso de Juan
habían más tarde de impedírselo, cubrió de besos la mano de la directora, quien
la trató con una hermosa bondad pontificia, y como una mujer inmaculada trata a
una culpable, tras de lo cual se volvió muy oronda a su colegio, en su
arrogante coche.
Es verdad que las niñas no decían a doña Andrea que,
aunque no las había en el colegio más aplicadas que ellas, ni que llevaran los
vestiditos más blancos y bien cuidados, ni que, en la clase y recreo mostrasen
mayor compostura, los vales a fin de semana, y los primeros puestos en las
competencias, y los premios en los exámenes, no eran nunca para ellas; los
regaños, sí. Cuando la niña del ministro había derramado un tintero, de seguro
que no había sido la niña del ministro, ¿cómo había de ser la hija del
ministro? había sido una de las tres niñas del Valle. La hija de Mr. Floripond,
el poderoso banquero, la fea, la huesuda, la descuidada, la envidiosa Iselda,
había escondido, donde no pudiese ser hallado, su caja de lápices de dibujar:
por supuesto, la caja no aparecía: «¡Allí todas las niñas tenían dinero para
comprar sus cajas! ¡las únicas que no tenían dinero allí eran las tres del
Valle!» y las registraban, a las pobrecitas, que se dejaban registrar con la
cara llena de lágrimas, y los brazos en cruz, cuando por fortuna la niña de
otro banquero, menos rico que Mr. Floripond, dijo que había visto a Iselda
poner la caja de lápices en la bolsa de Leonor. Pero tan buenas, y serviciales
fueron, tan apretaditas se sentaban siempre las tres, sin jugar, o jugando
entre sí, en la hora de recreo; con tal mansedumbre obedecían los mandatos más
destemplados e injustos; con tal sumisión, por el amor de su madre, soportaban
aquellos rigores, que las ayudantes del colegio, solas y desamparadas ellas
mismas, comenzaron a tratarlas con alguna ternura, a encomendarles la copia de
las listas de la clase, a darles a afilar sus lápices, a distinguirlas con esos
pequeños favores de los maestros que ponen tan orondos a los niños, y que las
tres hijas de del Valle recompensaban con una premura en el servirlos y una
modestia y gracia tal, que les ganaba las almas más duras. Esta bondadosa
disposición de las ayudantes subió de punto cuando la directora, que no tenía
hijos, y era aun una muy bella mujer, dio muestras de aficionarse tan
especialmente a Leonor, que algunas tardes la dejaba a comer a su mesa, enviándola
luego a doña Andrea con un afectuoso recado; y un domingo la sacó a pasear en
su carruaje, complaciéndose visiblemente aquel día en responder con su mejor
sonrisa a todos los saludos.
Porque los que poseen una buena condición, si bien la
persiguen implacablemente en los demás cuando por causa de la posición o edad
de estos, teman que lleguen a ser rivales, se complacen, por el contrario, por
una especie de prolongación de egoísmo y por una fuerza de atracción que parece
incontrastable y de naturaleza divina, en reconocer y proclamar en otros la
condición que ellos mismos poseen, cuando no puede llegar a estorbarles.
Se aman y admiran a sí propios en los que, fuera ya de
este peligro de rivalidad, tienen las mismas condiciones de ellos. Los miran
como una renovación de sí mismos, como un consuelo de sus facultades que
decaen, como si se viesen aun a sí propios tales como son aquellas criaturas
nuevas, y no como ya van siendo ellos. Y las atraen a sí, y las retienen a su
lado, como si quisiesen fijar, para que no se les escapase, la condición que ya
sienten que los abandona. Hay, además, gran motivo de orgullo en oír celebrar
la especie de mérito por que uno se distingue.
Verdad es que no había tampoco mejor manera de llamar la
atención sobre sí que llevar cerca a Leonor. ¡Qué mirada, que parecía una
plegaria! ¡Qué óvalo el del rostro, más perfecto y puro! ¡Qué cutis, que
parecía que daba luz! ¡Qué encanto en toda ella, y qué armonía! De noche doña
Andrea, que como a la menor de sus hijas la tuvo siempre en su lecho, no bien
la veía dormida, la descubría para verla mejor; le apartaba los cabellos de la
frente y se los alzaba por detrás para mirarle el cuello, le tomaba las manos,
como podía tomar dos tórtolas, y se las besaba cuidadosamente; le acariciaba
los pies, y se los cubría a lentos besos.
Alfombra hubiera querido ser doña Andrea, para que su
hija no se lastimase nunca los pies, y para que anduviese sobre ella. Alfombra,
cinta para su cuello, agua, aire, todo lo que ella tocase y necesitase para
vivir, como si no tuviese otras hijas, quería ser para ella doña Andrea. Solía
Leonor despertarse cuando su madre estaba contemplándola de esta manera; y
entreabriendo dichosamente los ojos amantes y atrayéndola a sí con sus brazos,
se dormía otra vez, con la cabeza de su madre entre ellos; de su madre que
apenas dormía.
¡Cómo no padecería la pobre señora cuando la directora
del colegio, estando ya Leonor en sus trece años, la vino a ver, como quien
hace un gran servicio, y en verdad para el porvenir de Leonor lo era, para que
lo permitiese retener a Leonor en el colegio como alumna interna! En el primer
instante, doña Andrea se sintió caer al suelo, y, sin palabras, se quedó
mirando a la directora fijamente, como a una enemiga. De pensarlo no más, ya le
pareció que le habían sacado el corazón del pecho.
Balbuceó las gracias. La directora entendió que aceptaba.
—Leonor, doña Andrea, está destinada por su hermosura a
llamar la atención de una manera extraordinaria. Es niña todavía, y ya ve usted
cómo anda por la ciudad la fama de su belleza. Usted comprende que a mí me es
más costoso tenerla en el colegio como a interna; pero creo de mi deber, por
cariño a usted y al señor don Manuel, acabar mi obra.
Y la madre parecía que quería adelantar una objeción; y
la mujer hermosa, que en realidad, en fuerza de la plácida beldad de Leonor,
había concebido por ella un tierno afecto, decía precipitadamente estas buenas
razones, que la madre veía lucir delante de sí, como puñales encendidos.
—Porque usted ve, doña Andrea, que la posición de Leonor
en el mundo, va a ser sumamente delicada. La situación a que están ustedes
reducidas las obliga a vivir apartadas de la sociedad, y en una esfera en que,
por su misma distinción natural y por la educación que está recibiendo, no
puede encontrar marido proporcionado para ella. Acabando de educarse en mi
colegio como interna, se rozará mucho más, en estos tres años, con las niñas
más elegantes y ricas de la ciudad, que se harán sus amigas íntimas; yo misma
iré cuidando especialmente de favorecer aquellas amistades que le puedan
convenir más cuando salga al mundo, y le ayuden a mantenerse en una esfera a
que de otro modo, sin más que su belleza, en la posición en que ustedes están,
no podría llegar nunca. Hermosa e inteligente como es, y moviéndose en buenos
círculos, será mucho más fácil que inspire el respeto de jóvenes que de otro
modo la perseguirían sin respetarla, y encuentre acaso entre ellos el marido
que la haga venturosa. ¡Me espanta, doña Andrea —dijo la directora que observaba
el efecto de sus palabras en la pobre madre— , me espanta pensar en la suerte
que correría Leonor, tan hermosa como va a ser, en el desamparo en que tienen
ustedes que vivir, sobre todo si llegase usted a faltarle! Piense usted en que
necesitamos protegerla de su misma hermosura.
Y la directora, ya apiadada del gran dolor reflejado en
las facciones de doña Andrea, que no tenía fuerzas para abrir los labios, ya
deseosa de alcanzar con halagos su anhelo, había tomado las manos de doña
Andrea, y se las acariciaba bondadosamente.
Entró Leonor en este instante, y en el punto de verla,
fue como si los torrentes de llanto apretados por la agonía se saliesen al fin
de sus ojos; no dijo palabras, sino inolvidables sollozos; y se lanzó al
encuentro de su hija, y se abrazó con ella estrechísimamente.
—Yo no iré, mamá, yo no iré —le decía Leonor al oído— ,
sin que lo oyese la directora; aunque ya Leonor le había dicho a esta que, si
quería doña Andrea, ella quería ir.
A los pocos momentos doña Andrea, pálida, sentada ya
junto a Leonor, a quien tenía de la mano, pudo por fin hablar. ¡Porque era
ceder a cuanto le quedaba de don Manuel, a aquellas noches queridas suyas de
silencio, en que su alma, a solas con su amargura y con su niña, recordaba y
vivía; porque conforme se había ido apartando de todo, en sus hijas, y en
Leonor, como un símbolo de todas ellas, se había refugiado, con la tenacidad de
las almas sencillas que no tienen fuerza más que para amor; porque dar a Leonor
era como dar todas las luces y todas las rosas de la vida!
Por fin pudo hablar, y con una voz opaca y baja, como de
quien habla de muy lejos, dijo:
—Bueno, señora, bueno. Y Dios le pagará su buena
intención. Leonor se quedará en el colegio.
Y ya hemos visto en los comienzos de esta historia que
estaba Leonor a punto de salir de él.
Capítulo
III
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol
del Valle? Era como la mañana que sigue al día en que se ha revelado un orador
poderoso. Era como el amanecer de un drama nuevo. Era esa conmoción inevitable
que, a pesar de su vulgaridad ingénita, experimentan los hombres cuando aparece
súbitamente ante ellos alguna cualidad suprema. Después se coligan todos, en
silencio primero, abiertamente luego, y dan sobre lo que admiraron. Se irritan de
haber sido sorprendidos. Se encolerizan sordamente, por ver en otro la
condición que no poseen. Y mientras más inteligencia tengan para comprender su
importancia, más la abominan, y al infeliz que la alberga. Al principio, por no
parecer envidiosos, hacen como que la acatan: y, como que es de fuertes no
temer, ponen un empeño desmedido en alabar al mismo a quien envidian, pero poco
a poco, y sin decirse nada, reunidos por el encono común, van agrupándose,
cuchicheando, haciéndose revelaciones. Se ha exagerado. Bien mirado, no es lo
que se decía. Ya se ha visto eso mismo. Esos ojos no deben ser suyos. De seguro
que se recorta la boca con carmín. La línea de la espalda no es bastante pura.
No, no es bastante pura. Parece como que hay una verruga en la espalda. No
es verruga, es lobanillo. No es lobanillo, es joroba. Y acaba la gente
por tener la joroba en los ojos, de tal modo que llega de veras a verla en la
espalda, ¡porque la lleva en sí! Ea; eso es fijo: los hombres no perdonan jamás
a aquellos a quienes se han visto obligados a admirar.
Pero allá, en un rincón del pecho, duerme como un portero
soñoliento la necesidad de la grandeza. Es fama que, para dar al champaña su
fragancia, destilan en cada botella, por un procedimiento desconocido, tres
gotas de un licor misterioso. Así la necesidad de la grandeza, como esas tres
gotas exquisitas, está en el fondo del alma. Duerme como si nunca hubiese de
despertar, ¡oh, suele dormir mucho! ¡oh, hay almas en que el portero no
despierta nunca! Tiene el sueño pesado, en cosas de grandeza, y sobre todo en
estos tiempos, el alma humana. Mil duendecillos, de figuras repugnantes, manos
de araña, vientre hinchado, boca encendida, de doble hilera de dientes, ojos
redondos y libidinosos, giran constantemente alrededor de portero dormido, y le
echan en los oídos jugo de adormideras, y se lo dan a respirar, y se lo untan
en las sienes, y con pinceles muy delicados le humedecen las palmas de las
manos, y se les encuclillan sobre las piernas, y se sientan sobre el respaldo
del sillón, mirando hostilmente a todos lados, para que nadie se acerque a
despertar al portero: ¡mucho suele dormir la grandeza en el alma humana! Pero
cuando despierta, y abre los brazos, al primer movimiento pone en fuga a la
banda de duendecillos de vientre hinchado. Y el alma entonces se esfuerza en
ser noble, avergonzada de tanto tiempo de no haberlo sido. Solo que los
duendecillos están escondidos detrás de las puertas, y cuando les vuelve a
picar el hambre, porque se han jurado comerse al portero poco a poco, empiezan
a dejar escapar otra vez el aroma de las adormideras, que a manera de cendales
espesos va turbando los ojos y velando la frente del portero vencido; y no ha
pasado mucho tiempo desde que puso a los duendes en fuga, cuando ya vuelven
estos en confusión, se descuelgan de las ventanas, se dejan caer por las hojas
de las puertas, salen de bajo las losas descompuestas del piso, y abriendo las
grandes bocas en una risa que no suena, se le suben agilísimamente por las
piernas y brazos, y uno se le para en un hombro, y otro se le sienta en un
brazo, y todos agitan en alto, con un ruido de rata que roe, las adormideras.
Tal es el sueño del alma humana.
¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol
del Valle?
De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella,
porque la fiesta alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer
desconocida, una elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a
ello volverían a alcanzar jamás. Tal como suelen los astros juntarse en el cielo,
¡ay! para chocar y deshacerse casi siempre, así, con no mejor destino, suelen
encontrarse en la tierra, como se encontraron anoche, el genio, y ese otro
genio, la hermosura.
* * *
De fama singular había venido precedido a la ciudad el
pianista húngaro Keleffy. Rico de nacimiento, y enriquecido aun más por su
arte, no viajaba, como otros, en busca de fortuna. Viajaba porque estaba lleno
de águilas, que le comían el cuerpo, y querían espacio ancho, y se ahogaban en
la prisión de la ciudad. Viajaba porque casó con una mujer a quien creyó amar,
y la halló luego como una copa sorda, en que las armonías de su alma no
encontraban eco, de lo que le vino postración tan grande que ni fuerzas tenía
aquel músico— atleta, para mover las manos sobre el piano: hasta que lo tomó un
amigo leal del brazo, y le dijo «Cúrate», y lo llevó a un bosque, y lo trajo
luego al mar, cuyas músicas se le entraron por el alma medio muerta, se
quedaron en ella, sentadas y con la cabeza alta, como leones que husmean el
desierto, y salieron al fin de nuevo al mundo en unas fantasías arrebatadas que
en el barco que lo llevaba por los mares improvisaba Keleffy, las que eran
tales, que si se cerraban los ojos cuando se las oía, parecía que se levantaban
por el aire, agrandándose conforme subían, unas estrellas muy radiosas, sobre
un cielo de un negro hondo y temible, y otras veces, como que en las nubes de
colores ligeros iban dibujándose unas como guirnaldas de flores silvestres, de
un azul muy puro, de que colgaban unos cestos de luz: ¿qué es la música sino la
compañera y guía del espíritu en su viaje por los espacios? Los que tienen ojos
en el alma, han visto eso que hacían ver las fantasías que en el mar
improvisaba Keleffy: otros hay, que no ven, por lo que niegan muy orondos que
lo que ellos no han visto, otros lo vean. Es seguro que un topo no ha podido
jamás concebir un águila.
Keleffy viajaba por América, porque le habían dicho que
en nuestro cielo del Sur lucen los astros como no lucen en ninguna otra parte
del cielo, y porque le hablaban de unas flores nuestras, grandes como cabeza de
mujer y blancas como la leche, que crecen en los países del Atlántico, y de
unas anchas hojas que se crían en nuestra costa exuberante, y arrancan de la
madre tierra y se tienden voluptuosamente sobre ella, como los brazos de una
divinidad vestida de esmeraldas, que llamasen, perennemente abiertas, a los que
no tienen miedo de amar los misterios y las diosas.
Y aquel dolor de vivir sin cariño, y sin derecho para
inspirarlo ni aceptarlo, puesto que estaba ligado a una mujer a quien no amaba;
aquel dolor que no dormía, ni tenía paces, ni le quería salir del pecho, y le
tenía la fantasía como apretada por serpientes, lo que daba a todo su música un
aire de combate y tortura que solía privarla del equilibrio y proporción
armoniosa que las obras durables de arte necesitan; aquel dolor, en un espíritu
hermoso que, en la especie de peste amatoria que está enllagando el mundo en
los pueblos antiguos, había salvado, como una paloma herida, un apego
ardentísimo a lo casto; aquel dolor, que a veces con las manos crispadas se
buscaba el triste músico por sobre el corazón, como para arrancárselo de raíz,
aunque se tuviera que arrancar el corazón con él; aquel dolor no le dejaba
punto de reposo, le hacía parecer a las veces extravagante y huraño, y aunque
por la suavidad de su mirada y el ardor de su discurso se atrajese desde el
primer instante, como un domador de oficio, la voluntad de los que le veían,
poco a poco sentía él que en aquellos afectos iba entrando la sorda hostilidad
con que los espíritus comunes persiguen a los hombres de alma superior, y
aquella especie de miedo, si no de terror, con que los hombres, famélicos de
goces, huyen, como de un apestado, de quien, bajo la pesadumbre de un
infortunio, ni sabe dar alegrías, ni tiene el ánimo dispuesto a compartirlas.
* * *
Ya en la ciudad de nuestro cuento, cuya gente acomodada
había ido toda, y en más de una ocasión, de viaje por Europa, donde apenas
había casa sin piano, y, lo que es mejor, sin quien tocase en él con natural
buen gusto, tenía Keleffy numerosos y ardientes amigos; tanto entre los músicos
sesudos, por el arte exquisito de sus composiciones, como entre la gente joven
y sensible, por la melodiosa tristeza de sus romanzas. De modo que cuando se supo
que Keleffy venía, y no como un artista que se exhibe sino como un hombre que
padece, determinó la sociedad elegante recibirle con una hermosísima fiesta,
que quisieron fuese como la más bella que se hubiera visto en la ciudad, ya
porque del talento de Keleffy se decían maravillas, ya porque esta buena ciudad
de nuestro cuento no quería ser menos que otras de América, donde el pianista
había sido ruidosamente agasajado.
En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la
gran fiesta: con un tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya
en las salas, ya en los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la
escalera central había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en
flor; todo un saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de
higares ocultos por cortinas venía un ruido de fuentes. Cuando se entraba en el
salón, en aquella noche fresca de la primavera, con todos los balcones abiertos
a la noche, con tanta hermosa mujer vestida de telas ligeras de colores suaves,
con tanto abanico de plumas, muy de moda entonces, moviéndose pausadamente, y
con aquel vago rumor de fiesta que comienza, parecía que se entraba en un
enorme cesto de alas. La tapa del piano, levantado para dar mayor sonoridad a
las notas, parecía, como dominándolas a todas, una gran ala negra.
Keleffy, que discernía la suma de verdadero afecto
mezclada en aquella fiesta de la curiosidad y sentía desde su llegada a América
como si constantemente estuviesen encendidos en su alma dos grandes ojos negros;
Keleffy a quien fue dulce no hallar casa, donde sus últimos dolores, vaciados
en sus romanzas y nocturnos, no hubiesen encontrado manos tiernas y amigas, que
se las devolvían a sus propios oídos como atenuados y en camino de consuelo,
porque «en Europa se toca —decía Keleffy— , pero aquí se acaricia el piano»;
Keleffy, que no notaba desacuerdo entre el casto modo con que quería él su
magnífico arte, y aquella fiesta discreta y generosa, en que se sentía el
concurso como penetrado de respeto, en la esfera inquieta y deleitosa de lo
extraordinario; Keleffy, aunque de una manera apesarada y melancólica, y más de
quien se aleja que de quien llega, tocó en el piano de madera negra, que bajo
sus manos parecía a veces salterio, flauta a veces, y a veces órgano, algunas
de sus delicadas composiciones, no aquellas en que se hubiera dicho que el mar
subía en montes y caía roto en cristales, o que braceaba un hombre con un toro,
y le hendía el testuz, y le doblaba las piernas, y lo echaba por tierra, sino
aquellas otras flexibles fantasías que, a tener color, hubieran sido pálidas, y
a ser cosas visibles, hubiesen parecido un paisaje de crepúsculo.
* * *
En esto, se oyó en todo el salón un rumor súbito,
semejante al que en días de fiestas nacionales se oye en la muchedumbre de las
plazas cuando rompe en un ramo de estrellas en el aire un fuego de artificio.
¡Ya se sabía que en el Instituto de la Merced había una niña muy bella! que era
Sol del Valle; ¡pero no se sabía que era tan bella! Y fue al piano; porque ella
era la discípula querida del Instituto y ninguna como ella entendía aquella
plegaria de Keleffy, «¡Oh, madre mía», y la tocó, trémula al principio,
olvidada después en su música y por esto más bella; y cuando se levantó del
piano, el rumor fue de asombro ante la hermosura de la niña, no ante el talento
de la pianista, no común por otra parte; y Keleffy la miraba, como si con ella
se fuese ya una parte de él; y, al verla andar, la concurrencia aplaudía, como
si la música no hubiera cesado, o como si se sintiese favorecida por la visita
de un ser de esferas superiores, u orgullosa de ser gente humana, cuando había
entre los seres humanos tan grande hermosura.
¿Cómo era? ¡Quién lo supo mejor que Keleffy! La miró, la
miró con ojos desesperados y avarientos. Era como una copa de nácar, en quien
nadie hubiese aun puesto los labios. Tenía esa hermosura de la aurora, que
arroba y ennoblece. Una palma de luz era. Keleffy no la hablaba, sino la veía.
La niña, cuando se sentó al lado de la directora, casi rompió en lágrimas. La
revelación, la primera sensación del propio poder, lisonjea y asusta. Se tuvo
miedo la niña, y aunque muy contenta de sí, halagada por aquel rumor como si le
rozasen la frente con muy blandas plumas, se sintió sola y en riesgo, y buscó
con los ojos, en una mirada de angustia a doña Andrea, ¡ay! a doña Andrea que,
conforme iban pasando los años, se hundía en sí misma, para ver mejor a don
Manuel, de tal manera que ya, si sonreía siempre, apenas hablaba. Se conversaba
apresuradamente. Todos los ojos estaban sobre ella. ¿Quién es? ¿Quién es? Las
mujeres no la celebraban, se erguían en sus asientos para verla; movían
rápidamente el abanico, cuchicheaban a su sombra con su compañera; se volvían a
mirarla otra vez. Los hombres, sentían en sí como una rienda rota; y algunos,
como un ala. Hablaban con desusada animación. Se juntaban en corrillos. La
median con los ojos. Ya la veían de su brazo ostentándola en el salón, y le
estrechaban el talle en el baile ardiente y atrevido; ya meditaban la frase
encomiástica con que habían de deslumbrar al ser presentados a ella. «¿Conque
esa es Sol del Valle?». «¿En qué casas visita?». «¿Va a casa de Lucía Jerez?».
«Juan Jerez es amigo de la señora». «Allí está Juan Jerez; que nos presente».
«Yo soy amigo de la directora: vamos». «¿Quién nos presentará a ella?». ¡Pobre
niña! Su alcoba no la vio nunca como la dejaron aquellos curiosos. No es para
la mayor parte de los hombres una obra santa, y una copa de espíritu la
hermosura; sino una manzana apetitosa. Si hubiera un lente que permitiese a las
mujeres ver, tales como les pasean por el cráneo los pensamientos de los
hombres, y lo que les anda en el corazón, los querrían mucho menos.
Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y
un cierto encono mezclado ya de amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad
contenía el llanto que se le venía a mares a los ojos, abiertos, en los que se
movían los párpados apenas. La conocía en aquel momento, y ya la amaba y la
odiaba. La quería como a una hermana; ¡qué misterios de estas naturalezas
bravías e iracundas! y la odiaba con un aborrecimiento irresistible y trágico.
Y cuando un caballero apuesto y cortés, que saludaba mucha gente a su paso, se
acercó, por lo mismo que vivía en esfera social más alta, más que a saludar, a
proteger a Sol del Valle, cuando Juan Jerez llegó al fin al lado de la niña, y
Lucía Jerez, que era quien de aquella manera la miraba, los vio juntos, cerró
los ojos, inclinó la cabeza sobre el hombro como quien se muere; se le puso
todo el rostro amarillo; y solo al cabo de algún tiempo, al influjo del aire
que agitaban sus compañeras con los abanicos, volvió a abrir los ojos, que
parecían turbios, como si hubiera cruzado por su pensamiento un ave negra.
Y Keleffy en aquellos instantes tenía subyugada y muda a
la concurrencia. Allí sus esperanzas puras de otros tiempos; sus agonías de
esposo triste; el desorden de una mente que se escapa; el mar sereno luego; la
flora toda americana, ardiente y rica; el encogimiento sombrío del alma infeliz
ante la naturaleza hermosa; una como invasión de luz que encendiese la
atmósfera, y penetrase por los rincones más negros de la tierra, y a través de
las ondas de la mar, a sus cuevas de azul y corales; una como águila
herida, con una llaga en el pecho que parecía una rosa, huyendo, a grandes
golpes de ala, cielo arriba, con gritos desesperados y estridentes. Así, como
un espíritu que se despide, tocó Keleffy el piano. Jamás pudo tanto, ni nadie
le oyó así segunda vez. Para Sol era aquella fantasía; para Sol, a quien ni volvería
a ver nunca, ni dejaría de ver jamás. Solo los que persiguen en vano la pureza,
saben lo que regocija y exalta el hallarla. Solo los que mueren de amor a la
hermosura entienden cómo, sin vil pensamiento, ya a punto de decir adiós para
siempre a la ciudad amiga, tocó aquella noche en el piano Keleffy. Pero tocó de
tal manera que, aun para la gente inculta, es todavía aquel un momento
inolvidable. «Nos llevaba como un triunfador», decía un cronista al día
siguiente, «sujetos a su carro. ¿Adónde íbamos? nadie lo sabía. Ya era un rayo
que daba sobre un monte, como el acero de un gigante sobre el castillo donde
supone a su dama encantada; ya un león con alas, que iba de nube en nube; ya un
sol virgen que de un bosque temido, como de un nido de serpientes, se levanta;
ya un recodo de selva nunca vista, donde los árboles no tenían hojas, sino
flores; ya un pino colosal que, con estruendo de gemidos, se quebraba; era una
grande alma que se abría. Mucho se había hecho admirar el apasionado húngaro en
el comienzo de la fiesta; mas, aquella arrebatadora fantasía, aquel desborde de
notas; ora plañideras, ora terribles, que parecían la historia de una vida,
aquella, que fue su última pieza de la noche, porque nadie después de ella osó
pedirle más, vino tan inmediatamente después de la aparición de la señorita Sol
del Valle, orgullo desde hoy de la ciudad que todos reconocimos en la
improvisación maravillosa del pianista el influjo que en él, como en cuantos
anoche la vieron, con su vestido blanco y su aureola de inocencia, ejerció la
pasmosa hermosura de la niña. Nace bien esta beldad extraordinaria, con el
genio a sus plantas».
* * *
Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia,
nuestra antigua conocida. En un sillón está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre
esperan a sus dueñas, que andan preparando dulces por los adentros de la casa,
o con Ana, que no está bien hoy. Está muy pálida. No se espera gente de afuera
aquella tarde; Juan Jerez no está en la ciudad: fue el viernes a defender en el
tribunal de un pueblo vecino los derechos de unos indios a sus tierras, y aun
no ha vuelto. Lucía hubiera estado más triste, si no hubiera tenido a su amiga
a su lado. Juan no puede venir. Ferrocarril no hay hoy. A caballo, es muy
lejos. A los pies de Lucía, en una banqueta, con los brazos cruzados sobre las
rodillas de la niña, ¿quién es la que está sentada, y la mira con largas
miradas, que se entran por el alma como reinas hermosas que van a buscar en
ella su aposento, y a quedarse en ella; y la deja jugar con su cabeza, cuya
cabellera castaña destrenza y revuelve, y alisa luego hacia arriba con mucho
cuidado, de modo que se le vea el noble cuello? A los pies de Lucía está Sol
del Valle.
* * *
Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se
han visto muchas veces. ¿De conocerla, cómo había de librarse, en estas
ciudades nuestras en que todo el mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue
Juan por cierto, Lucía, muy adulada por la directora del Instituto de la
Merced, de donde había salido tres años antes, se vio en brazos de Sol, que la
miraba llena de esperanza y ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de
la mano a donde Lucía estaba, taciturna. Las vio venir, y se echó atrás.
—¡Vienen a mí, a mí! —se dijo.
—Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas
en el corazón, y me la cuides como cosa de tu casa. En tus manos la puedo
dejar: tú no eres envidiosa.
Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y
a Lucía se le desvanecía el color, buscando en balde fuerzas con que mover la
mano y abrir los labios en una sonrisa.
—Pero esto no ha de ser así, no.
Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y
acompañadas de miradas celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un
balcón, cuya baranda de granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de
rosas salomónicas. El balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y
el cielo, cariñoso y locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire
está claro, y parece como que platican y se hacen visitas las estrellas.
—Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso.
—Mira, Lucía —dijo la directora juntando en sus manos las
de las los niñas y hablando como si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía
las mejillas ardientes, y el pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo,
tanto, que por un instante vio el cielo todo negro, y como que desde su casita
la estaba llamando doña Andrea— . Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida
Sol del Valle, como lo sabe todo el mundo. Su padre se ha muerto. Su madre está
en la mayor pobreza. Yo, que la quiero como a una hija, he procurado educarla
para que se salve del peligro de ser hermosa siendo tan pobre.
Sintió Lucía en aquel instante como si la mano de Sol le
temblase en la suya, y hubiese hecho un movimiento por retirarla y ponerse en
pie.
—Señora...
—No, no, Lucía. La que va a ser mujer de Juan Jerez...
La sombra de una de las cortinas de la enredadera, que
flotaba al influjo del aire, escondió en este instante el rostro de Sol.
—... merece que yo ponga en sus manos, para que me la
enseñe al mundo a su lado y me la proteja, la joya de la casa con que ha sido
Juan Jerez tan bueno.
Aquí la cortina flotante de la enredadera cubrió con su
sombra el rostro de Lucía.
—Juan...
—Juan ha sido muy bueno —dijo como con cierta prisa voluntaria
la directora— . Él apenas conoce a Sol, porque ha ido muy poco a casa de doña
Andrea; pero como es tan generoso, se alegrará de que tú ampares a esta niña,
con el respeto de tu casa, de los que, porque la verán desvalida...
Más blanco que su vestido pudo verse en este momento, el
rostro de Sol.
—... querrán faltarle al respeto. Ya Sol ha acabado su colegio; pero para que mi obra no quede incompleta,
voy a dejarla en él como profesora, y así ayudará a su madre a llevar los
gastos de la casa, y le hemos tomado ya a doña Andrea una casita mejor, cerca
del Instituto. Yo espero —añadió la señora gravemente, y como si las estrellas
no estuviesen brillando en el cielo— , que Sol será una buena maestra. Yo,
Lucía, no podré llevarla a todas partes, porque ya he dejado de ser joven, y
los cuidados del colegio me lo impiden; pero quiero que tú hagas mis veces, y
ya lo sabes —dijo con una ligera emoción en la voz dando un beso en la mejilla
de Lucía— , cuídamela. Que sientan que el que no pueda llegar hasta ti, no
puede llegar hasta ella. Cuando haya una fiesta, llévala. Ella se vestirá
siempre linda, porque yo la he enseñado a hacérselo todo y es maestra en coser.
Convídala a tu casa, para que nadie tenga reparo en convidarla a la suya: que
el que entra en tu casa puede entrar en todas partes. Sol es tan bonita como
agradecida.
—Sí, sí, señora —interrumpió Lucía que en sus mejillas
propias estaba sintiendo la palidez de las de Sol— . Yo la llevaré conmigo. Yo
sí, yo sí, ahora mismo la presentaré a todas mis amigas. Iremos juntas la
Semana Santa. No me digas que no, Sol. Iremos al teatro siempre juntas.
Y el cariño le iba creciendo con las palabras, que decía
amontonadamente, como si tuviese prisa por olvidarse de algo, o quisiese
vengarse de sí misma.
—Bueno, vamos entonces, que yo veo que la gente curiosea
porque estamos cuchicheando tanto tiempo. Vamos.
Sol no hablaba. Lucía, como que quería defenderla de la
directora, que entraba ya en el salón con su paso pomposo.
—Enseguida, señora, enseguida. Entre usted y detrás vamos
nosotras. Voy a coger dos rosas de esta enredadera: esta para Sol —y se la
prendió con mucha ternura, mirándola amorosamente en los ojos— ; esta, que es
la menos bonita, para mí.
—¡Oh, usted es tan buena!
—¿Usted? No, Sol, yo soy tu hermana. No hagas caso de lo
que dice la directora. Yo te querré siempre como una hermana —y abrió los
brazos, y apretó en ellos a Sol, a la que llevaba sin miedo, prestísimamente.
—¡Oh! —dijo Sol de pronto ahogando un grito. Y se llevó
la mano al seno, y la sacó con la punta de los dedos roja. Era que al abrazarla
Lucía, se le clavó en el seno una espina de la rosa.
Con su propio pañuelo secó Lucía la sangre, y de brazo
las dos entraron en la sala. Lucía también estaba hermosa.
* * *
— ¿Cómo entenderte, Lucía? —decía Juan a su prima unos
quince días después de la noche de la fiesta, con una intención severa en
las palabras que él con Lucía nunca había usado— . Desde hace unos quince días,
espera, creo que me acuerdo, desde la noche de Keleffy, te encuentro tan
injusta, que a veces, creo que no me quieres.
—¡Juan! ¡Juan!
—Bueno, Lucía: tú sí me quieres. Pero ¿qué te hago yo que
explique esas durezas tuyas de carácter, para mí que vengo a ti como viene el
sediento a un vaso de ternuras? Más cariño no puedes desear. Pensar, yo sí
pienso en todo lo más difícil y atrevido; pero querer, Lucía, yo no quiero más
que a ti. Yo he vivido poco; pero tengo miedo de vivir y sé lo que es, porque
veo a los vivos. Me parece que todos están manchados, y en cuanto alcanzan a
ver un hombre puro empiezan a correrle detrás para llenarle la túnica de
manchas. La verdad es que yo, que quiero mucho a los hombres, vivo huyendo de
ellos. Siento a veces una melancolía dolorosa. ¿Qué me falta? La fortuna me ha
tratado bien. Mis padres me viven. Me es permitido ser bueno. Y además, te
tengo —le dijo tomándola, cariñosamente de la mano que Lucía le abandonó como
apenada y absorta.
—Te tengo, y de ti me vienen, y en ti busco, las fuerzas
frescas que necesito para que el corazón no se me espante y debilite. Cada vez
que me asomo a los hombres, me echo atrás como si viera un abismo; pero de cada
vez que vengo a verte, saco un brío para batallar y un poder de perdón que
hacen que nada me parezca difícil para que yo lo acometa. No te rías, Lucía;
pero es la verdad. ¿Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman
«Excelsior»? Un joven, en una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre,
montaña arriba, con una bandera en la mano que dice: «Excelsior». No te
sonrías: yo sé que sabes tú latín: «¡Más alto!». Un anciano le dice que no vaya
adelante, que el torrente ruge abajo y la tempestad ¡se viene encima: «¡Más
alto!». Una joven linda, ¡no tan linda como tú!, le dice: «Descansa la cabeza
fatigada en mi seno». Y al joven se le humedecen los ojos azules, pero aparta
de sí a la enamorada y le dice: «¡Más alto!».
—¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito
la bandera de las manos. Tú te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!
—No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo
para todo el viaje. Mira que, como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me
canses! —y le besó la mano.
Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.
—Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo
hallaron muerto al día siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano
asida a la bandera, que decía: «¡Más alto!». Pues bien, Lucía: cuando no te me
pones majadera, cuando no me haces lo que ayer, que me miraste de frente como
con odio y te burlaste de mí y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar
de mi honradez, cuando no te me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo
de aquí, que me brilla en las manos la bandera. Y veo a todo el mundo pequeño,
y a mí como un gigante dichoso. Y siento mayor necesidad, una vehemente
necesidad de amar y perdonar a todo el mundo. En la mujer, Lucía, como que es
la hermosura mayor que se conoce, creemos los poetas hallar como un perfume
natural todas las excelencias del espíritu; por eso los poetas se apegan con
tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre todo a la primera a quien quieren
de veras, que no es casi nunca la primera a quien han creído querer, por eso
cuando creen que algún acto pueril o inconsiderado las desfigura, o imaginan
ellos alguna frivolidad o impureza, se ponen fuera de sí, y sienten unos
dolores mortales, y tratan a su amante con la indignación con que se trata a
los ladrones y a los traidores, porque como en su mente las hicieran
depositarias de todas las grandezas y claridades que apetecen, cuando creen ver
que no las tienen, les parece que han estado usurpándoles y engañándoles con
maldad refinada, y creen que se derrumban como un monte roto, por la tierra, y
mueren aunque sigan viviendo, abrazados a las hojas caídas de su rosa blanca.
Los poetas de raza mueren. Los poetas segundones, los tenientes y alféreces; de
la poesía, los poetas falsificados, siguen su camino por el mundo besando en
venganza cuantos labios se les ofrecen, con los suyos, rojos y húmedos en lo
que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos de veneno! Vamos, Lucía, me estás
poniendo hoy muy hablador. Tú ves, no lo puedo evitar. Si me oyeran otras
gentes, dirían que era un pedante. Tú no lo dices, ¿verdad? Es que en cuanto
estoy algún tiempo cerca de ti, de ti que nadie ha manchado, de ti en quien
nadie ha puesto los labios impuros, de ti en quien mido yo como la carne de
todas mis ideas y como una almohada de estrellas donde reclino, cuando nadie me
ve, la cabeza cansada, estas cosas extrañas, Lucía, me vienen a los labios tan
naturalmente que lo falso sería no recordarlas. Por fuera me suelen acusar de
que soy rebuscado y exagerado, y tú habrás notado que ya yo hablo muy poco.
¿Qué culpa tengo yo de que sea así mi naturaleza, y de que al influjo de tu
cariño enseñe todas sus flores?
Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber
besado dos tórtolas.
Así, aunque no parezca cierto, suelen hablar y sentir
algunos seres «vivos y efectivos», como dicen las lápidas de los nichos en que
están enterrados los oficiales militares muertos en el servicio de la corona española.
Así exactamente, y sin quitar ni poner ápice, era como sentía y hablaba Juan
Jerez.
* * *
—Tú me perdonas, Juan —dijo Lucía antes de que hubieran
pasado algunos momentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que
pide humildemente la absolución de su pecado— . Juan yo no sé que es, ni sé
para qué te quiero, aunque si sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si
no te quisiera no viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy
mintiendo, yo creo que no sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin
notarlo yo, porque sé por qué pueden quererte los demás. Y como si te conocen,
han de quererte como yo te quiero, ¡no me regañes Juan! ¡yo no quisiera que tú
conocieses a nadie! ¡Yo te querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías
más que a mí, que le cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y
como dentro de ti, a tus pies donde quisiera estar ahora! ¿Tú me perdonas,
Juan? Luego, yo no soy soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices
que yo soy hermosa! yo sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas
bellas y grandes; yo sé que no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y
como a ti te caben en el alma todas, y eres tan bueno que te he visto recoger
las flores pisadas en las calles y ponerlas con mucho cuidado donde nadie las
pise, creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o persona hermosa, te
gustaría tanto como yo, y odio un libro si lo lees, y un amigo si lo vas a ver,
y una mujer si dicen que es bella y puedes verla tú. Quisiera reunir yo en mí
misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más que yo tuviera hermosura
alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio todo. Y yo no soy mala,
Juan; yo me avergüenzo de eso, y luego me entran remordimientos, y besaría los
pies de los que un momento antes quería no ver vivos, y de mi sangre les daría
para que viviesen si se muriesen; ¡pero hay instantes, Juan, en que odio a
todas las cosas, a todos los hombres y a todas las mujeres! ¡Oh, a todas las
mujeres! Cuando no estás a mi lado, y pienso en alguien que pueda agradar tus
ojos u ocupar tu pensamiento, creémelo, Juan; ¡ni sé lo que veo, ni sé qué es
lo que me posee, pero me das horror, Juan y te aborrezco entonces, y odio tus
mismas cualidades, y te las echo en cara, como ayer, para ver si llegas tú a
odiarlas, y a no ser tan bueno, y si así no te quieren! Eso es, Juan, no es más
que eso. A veces, y te lo diré a ti solo, sufro tanto que me tiendo en el suelo
en mi cuarto, cuando no me ven, como una muerta. Necesito sentir en las sienes
mucho tiempo el frío del mármol. Me levanto, como si estuviera por dentro toda
despedazada. Me muero de una envidia enorme por todo lo que tú puedas querer y
lo que pueda quererte. Yo no sé si eso es malo, Juan: ¿tú me perdonas?
La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas
luces de la tarde, el final de esta conversación congojosa.
* * *
Lindo es el montecito que domina por el Este a la ciudad,
donde a brazo partido lucharon antaño, macana contra lanza y carne contra
hierro, el jefe de los indios y el jefe de los castellanos, y de barranco en
barranco abrazados, matándose y admirándose iban cayendo, hasta que al fin, ya
exhausto, e hiriéndose con su propia macana la cabeza, cayó el indio a los pies
del español, que se levantó la visera, dejando ver el rostro bañado en sangre,
y besó al indio muerto en la mano. Luego, como que era recio de subir, le
escogieron para sus penitencias los devotos, y es fama que por su falda
pedregosa subían de rodillas en lo más fuerte del sol, los penitentes, contando
el rosario.
Vinieron gentes nuevas, y como que el monte es corto y de
forma bella, y desde él se ve a la ciudad, con sus casas bajas, de patios de
arbolado, como una gran cesta de esmeraldas y ópalos, limpiaron de piedras y
yerbajos la tierra que, bien abonada, no resultó ingrata; y de la mejor parte
del monte hicieron un jardín que entre los pueblos de América no tiene rival,
puesto que no es uno de esos jardinuelos de flores enclenques, y arbustos
podados, con trocitos de césped entre enverjados de alambre, que más que cosa
alguna dan idea de esclavitud y artificio, y de los que con desagrado se aparta
la gente buena y discreta; sino uno como bosque de nuestras tierras, con
nuestras propias y grandes flores y nuestros árboles frutales, dispuestos con
tal arte que están allí con gracia y abandono, y en grupos irregulares y como
poco cuidados, de tal manera que no parece que aquellos bambúes, plátanos y
naranjos han sido llevados allí por las manos de jardinero, ni aquellos lirios
de agua, puestos como en montón que bordan el estrecho arroyo cargado de aguas
secas, fueron allí trasplantados como en realidad fueron: antes bien, parece
que todo aquello floreció allí de suyo y con libre albedrío, de modo que allí
el alma se goza y comunica sin temor, y no bien hay en la ciudad una persona
feliz, ya necesita ir a decírselo al montecito que nunca se ve solo, ni de día
ni de noche.
Por allí, en la tarde en que vamos caminando, halló Pedro
Real razón para encontrarse a caballo, el cual dejó en la cumbre, mientras que,
golpeándose con el latiguillo los botines, se perdía, sin recordar el cuadro de
Ana, por la calle de los lirios. Por allí, y sin saber por cierto que Pedro
andaba cerca, acababa Adela, con tres amigas suyas, que estrenaban unos sombreros
de paja crema adornados con lilas, de bajar del carruaje, que en la cumbre, con
los caballos, esperaba. Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque sí
lo sabía Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña
Andrea: doña Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a su
sabor recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y
perezosa, en aquella niña suya de «cutis tan trasparente — decía ella— como una nube que vi una vez, en París, en un
medio punto de Murillo», andaba siempre hablando consigo en voz baja, como si
rezase; y otras regañaba por todo, ella que no regañaba antes jamás, pues lo
que quería en realidad, sin atreverse, era regañar a Sol, de quien se encendía
en celos y en miedos, cada vez que oía preparativos de fiesta o de paseo, que
por cierto no eran muchos, pero sobrados ya para que temiese con justicia doña
Andrea por su tesoro. Ni con el mayor bienestar que con el sueldo de Sol en el
colegio había entrado en la casa, se contentaba doña Andrea; y a veces se dio
la gran injusticia de que aquella hermosura que ella tanto mimaba, y que desde
la infancia de la niña cuidaba ella y favorecía, se la echase en cara como un
pecado, que le llevó un día a prorrumpir en este curiosísimo despropósito, que
a algunas personas pareció tan gracioso como cuerdo: «Si Manuel viviera, tú no
serías tan hermosa». Enojábase, doña Andrea, cuando oía, allá por la hora en
que Sol volvía con una criada anciana del colegio, la pisada atrevida del
caballo de cierto caballero que ella muy especialmente aborrecía; y si Sol
hubiese mostrado, que nunca lo mostró, deseos de ver la arrogante cabalgadura,
fuera de una vez que se asomó sonriendo y no descontenta, a verla pasar detrás
de sus persianas, es seguro que por allí hubieran encontrado salida las
amarguras de doña Andrea, que miraba a aquel gallardísimo galán, a Pedro Real,
como a abominable enemigo. Ni a galán alguno hubiera soportado doña Andrea,
cuyos pesares aumentaba la certidumbre de que aquel que ella hubiera querido
por tenerlo muy en el alma, que poseyese a su Sol, no sería de Sol nunca, por
lo alto que estaba, y porque era ya de otra. Mas aquella mansísima señora se
estremecía cuando pensaba que, por parecer proporcionados en la gran hermosura
externa, pudiesen algún día acercarse en amores aquel catador de labios
encendidos y aquella copa de vino nuevo. Sentía fuerzas viriles doña Andrea, y
determinación de emplearlas, cada vez que el caballo de Pedro Real piafaba
sobre los adoquines de la calle. ¡Como si los cuerpos enseñasen el alma que
llevan dentro! Una vez, en una habitación recamada de nácar, se encontró
refugiado a un bandido. Da horror asomarse a muchos hombres inteligentes y
bellos. Se sale huyendo, como de una madriguera. Y ya se sabía por toda la
ciudad, con envidia de muchas locuelas, que tras de Sol del Valle había echado
Pedro Real todos sus deseos, sus ojos melodiosos, su varonil figura, sus
caballos caracoleadores, sus ímpetus de enamorado de leyenda. Y lo despótico de
la afición se le conocía en que, bruscamente, y como si no hubiera estado
perturbando con vislumbres de amor sus almas nuevas, cesó de decir gallardías,
a afectar desdenes a aquellas que más de cerca le tuvieron desde su llegada de
París, ya porque de público se las señalase como las conquistas más apetecidas,
ya porque lo picante de su trato le diese fácil ocasión para aquellas
conversaciones salpimentadas que son muy de uso entre aquellos de nuestros
caballeros jóvenes que han visto tierras, y suplen con lo atrevido del discurso
la escasez de la gracia y el intelecto. La conversación con las damas ha de ser
de plata fina, y trabajada en filigrana leve, como la trabajan en Génova y
México.
En ser visto donde Sol del Valle había de verlo, ponía
Pedro Real el mayor cuidado; en que no se la viera sin que se le viese a él; si
al teatro, bajo el palco a que fue Sol, que fue el de la directora, y no más
que dos veces, estaba la luneta de Pedro; si en Semana Santa, por donde Sol iba
con Lucía y Adela, Pedro, sin piedad por Adela, aparecía. Decirle, nada le
había dicho. Ni escribirle. Ni nadie afectaba, al saludarla en público,
encogimiento y moderación mayores. Y parecía más arrogante, porque no iba tan
pulido. Ni le decía, ni le escribía; pero quería llenarle el aire de él. A la salida
del teatro, la segunda noche que fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de
sombrero de pita y pies descalzos un ramo de camelias color de rosa, que eran
allí muy apreciadas y caras. Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez tal
que pareció a todos cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo
que las camelias cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, y dijo, como si no
quisiera ser oído más que del amigo que tenía al lado: «Puesto que no es de
quien debe ser, que no sea de nadie». Y como la fantasía que la hermosura de
Sol arrancó a Keleffy era ya a manera de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con
tacto y profundidad mayores de los que pudieran suponérsele, compró, para
que nadie volviese a tocar en él, el piano en que habían tocado aquella noche
Sol y Keleffy.
* * *
Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los
pífanos y los tambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de
rosas, con todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada
bocacalle entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza,
una compañía de milicianos. Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín
de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada.
Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja. Iban otros más
de ciudadanos, y aunque menos brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de
azul oscuro y uno como gabán corto y justo, cerrado con doble hilera de botones
de oro por delante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un
delgado cordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda. En las esquinas
iban las compañías tomando puesto. ¡Qué conmovedoras las banderas rotas! ¡Qué
arrogantes, y como sacerdotes, los que las llevaban! Parecían altos aunque no
lo fueran. No parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los
banderines de seda y flores de oro en que con letras de realce iban bordados
los números de las compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por
las calles! Verdad que hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al
aire, corrían. A algunos, se les saltaban las lágrimas. Parecía como que de
adentro empujaba alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia,
como si estuviera yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras
ella, con la cara angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños,
cruzando de un lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos
sueltos de un racimo de uvas. Las nueve serían de la mañana, y el cielo estaba
alegre, como si le pareciese bien lo que sucedía en la tierra. Era el día del
año señalado para llevar flores a las tumbas de los soldados muertos en defensa
de la independencia de la patria. Entre compañía y compañía, iban carros
enormes en la procesión, tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos
de flores. Allá en el cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.
¿Qué caballerín, de los elegantes de la ciudad, no estaba
aquella mañana, con un ramo de flores en el ojal, saludando a las damas y niñas
desde su caballo? Los estudiantes, no, esos no estaban por las calles, aunque
en los balcones tenían a sus hermanas y a sus novias: los estudiantes estaban
en la procesión, vestidos de negro, y entre admirados y envidiosos de los
muertos a quienes iban a visitar, porque estos, al fin, ya habían muerto en
defensa de su patria, pero ellos todavía no: y saludaban a sus hermanas y
novias en los balcones, como si se despidieran de ellas. Los estudiantes fueron
en masa a honrar a los muertos. Los estudiantes que son el baluarte de la
Libertad, y su ejército más firme. Las universidades parecen inútiles, pero de
allí salen los mártires y los apóstoles. Y en aquella ciudad ¿quién no sabía
que cuando había una libertad en peligro, un periódico en amenaza, una urna de
sufragio en riesgo, los estudiantes se reunían, vestidos como para fiesta, y
descubiertas las cabezas y cogidos del brazo, se iban por las calles pidiendo
justicia; o daban tinta a las prensas en un sótano, e imprimían lo que no
podían decir; se reunían en la antigua Alameda, cuando en las cátedras querían
quebrarles los maestros el decoro, y de un tronco hacían silla para el mejor de
entre ellos, que nombraban catedrático, y al amor de los árboles, por entre
cuyas ramas parecía el cielo como un sutil bordado, sentado sobre los libros
decía con gran entusiasmo sus lecciones; o en silencio, y desafiando la muerte,
pálidos como ángeles, juntos como hermanos, entraban por la calle que iba a la
casa pública en que habían de depositar sus votos, una vez que el Gobierno no
quería que votaran más que sus secuaces, y fueron cayendo uno a uno, sin
echarse atrás, los unos sobre los otros, atravesados pechos y cabezas por las
balas, que en descargas nutridas desataban sobre ellos los soldados? Aquel día
quedó en salvo por maravilla Juan Jerez, porque un tío de Pedro Real desvió el
fusil de un soldado que le apuntaba. Por eso, cuando los estudiantes pasaban en
la procesión, vestidos de negro, con una flor amarilla en el ojal, los pañuelos
de todos los balcones soltábanse al viento, y los hombres se quitaban los
sombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas; y solían las niñas
desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus ramos de rosas.
En un balcón, con sus dos hermanas mayores y la
directora, estaba Sol del Valle. En otro, con un vestido que la hacía parecer
como una imagen de plata, una linda imagen pagana, estaba Adela. Más allá,
donde Sol y Adela podían verlas, ocupaba un ancho balcón, amparado del sol por
un toldo de lona, Lucía con varias personas de la familia de su madre, y Ana.
En una silla de manos habían traído a Ana hasta la casa. Muy mala estaba, sin
que ella misma lo supiese bien; estaba muy mala. Pero ella quería ver, «con su
derecho de artista, aquella fiesta de los colores; a la tierra le faltaba ahora
color, ¿verdad, Juan? Mira, si no, como todo el mundo se viste de negro. Quiero
oír música, Lucía: quiero oír mucha música. Quiero ver las banderas al viento».
Y allí estaba en el ancho balcón, vestida de blanco, muy abrigada, como si
hubiese mucho frío, mirando avariciosamente, como si temiera no volver a ver lo
que veía, y sintiendo como dentro del pecho, porque no se las viesen, le
estaban cayendo las lágrimas.
Lucía distinguió a Sol, y miró si estaba en el balcón, o
dentro, Juan Jerez. Sol, no bien vio a Lucía, no quitó de ella los ojos, para
que supiese que estaba allí, y cuando le pareció que Lucía la estaba viendo, la
saludó cariñosamente con la mano, a la vez que con la sonrisa y con los ojos.
Prefería ella que Lucía la mirase, a que la miraran los jóvenes mejor conocidos
en la ciudad, que siempre hallaban manera de detenerse más de lo natural frente
a su balcón. A Pedro Real, pagó con un movimiento de cabeza, su humilde saludo,
cuando pasó a caballo; y no lo vio con pena, ni con afecto que debiera afligir
a doña Andrea, todo lo cual vio Adela desde su balcón, aunque estaba de
espaldas. Pero Lucía se había entrado por el alma de Sol, desde la noche en que
le pareció sentir goce cuando se clavó en su seno la espina de la rosa. Lucía,
ardiente y despótica, sumisa a veces como una enamorada, rígida y frenética
enseguida sin causa aparente, y bella entonces como una rosa roja, ejercía, por
lo mismo que no lo deseaba, un poderoso influjo en el espíritu de Sol, tímido y
nuevo. Era Sol como para que la llevasen en la vida de la mano, más preparada
por la Naturaleza para que la quisiesen que para querer, feliz por ver que lo
eran los que tenía cerca de sí, pero no por especial generosidad, sino por
cierta incapacidad suya de ser ni muy venturosa ni muy desdichada. Tenía el
encanto de las rosas blancas. Un dueño le era preciso, y Lucía fue su dueña.
Lucía había ido a verla; a buscarla en su coche para que
paseasen juntas; a que fuese a su casa a que la conociera Ana; y Ana la quiso
retratar; pero Lucía no quiso «porque ahora Ana estaba fatigada, y la
retrataría cuando estuviese más fuerte», lo que, puesto que Lucía lo decía, no
pareció mal a Sol. Lucía fue a vestirla una de las noches que iba Sol al
teatro, y no fue ella: ¿por qué no iría ella? Juan Jerez tampoco fue esa noche;
y por cierto que esa vez Lucía le llevó, para que lo luciese, un collar de
perlas: «A mí no me lo conocen, Sol: yo nunca me pongo perlas»; pero doña
Andrea, que ya había comenzado a dar muestras de una brusquedad y entereza
desusadas, tomó a Lucía por las dos manos con que estaba ofreciendo el collar a
Sol, que no veía mucho pecado en llevarlo, y mirando a la amiga de su hija en
los ojos, y apretando sus manos con cariño a la vez que con firmeza, le dijo
con acento que dejaba pocas dudas: «No, mi niña, no», lo que Lucía entendió muy
bien, y quedó como olvidado el collar de perlas. A la mañana siguiente, a la
hora de que Sol fuese a sus clases, fue Lucía a buscarla para que diesen una
vuelta en el coche por cerca del colegio, y le preguntó con ahínco sobresaltado
y doloroso, que a quién vio, que quién subió a su palco, que a quién llamó la
atención, que dónde estaba Pedro Real: «¡Oh! Pedro Real, tan buen mozo; ¿no te
gusta Pedro Real? Yo creo que Pedro Real llamaría la atención en todas partes.
Has visto cómo desde que te conoce no se ocupa de nadie Pedro Real»; pero
pronto acabó de hablar de esto Lucía. Quién estaba en el teatro, no le
importaba mucho saberlo: Juan no había estado; pero ¿a la salida quién estaba?
¿no recuerdas quién estaba a la salida? ¿Estaba...? y no acababa de preguntar
quién había estado. Ni sabía Sol por quién le preguntaba. No: Sol no había
visto a nadie. Iba muy contenta. La directora la había tratado con mucho
cariño. Sí, Pedro Real había estado; pero no a saludarla: nadie había subido a
saludarla. La habían mirado mucho. Decían que el cónsul francés había dicho una
cosa muy bonita de ella. Pero al salir, no, no vio a nadie. Sol quería llegar
pronto, porque se había quedado triste doña Andrea. Y al llegar en esta
conversación al colegio, Lucía besó a Sol con tanta frialdad, que la niña se
detuvo un momento mirándola con ojos dolorosos, que no apearon el ceño de su
amiga. Y de pronto, por muchos días, cesó Lucía de verla. Sol se había
afligido, y doña Andrea no; aunque la ponía orgullosa que le quisiesen a su
hija; pero Lucía no: ella no veía nunca con gusto a Lucía. Un día antes de la
procesión Lucía había vuelto a la casa de Sol. Que la perdonase. Que Ana estaba
muy sola. Que Sol estaba más linda que nunca. «Mira, mañana te mandaré la
camelia más linda que tenga en casa. Yo no te digo que vengas a mi balcón,
porque... Yo sé que tú vas al balcón de la directora. Pero mira, vas a estar
lindísima; ponte la camelia en la cabeza, a la derecha, para que yo pueda
vértela desde mi balcón». Y le tomó las manos, y se las besó; y conforme
conversaba con Sol, se pasaba suavemente la mano de ella por su mejilla; y
cuando le dijo adiós, la miraba como si supiera que corría algún peligro, y le
avisase de él, y cuando fue hacia el coche, ya se le iban desbordando las
lágrimas.
—¡Allí está, allí está! —dijo como involuntariamente, y
reprimiéndose enseguida que lo había dicho, una de las hermanas de Sol, la
mayor, la que no era bella, la que no tenía más que dos ojos muy negros y
acariciadores, expresivos y dulces como los de la llama, el animal que muere
cuando le hablan con rudeza.
— ¿Quién?
—No, no era nadie: Juan Jerez, en el balcón de Lucía.
—Sí, ya lo veo. Lucía está mirando para acá —y se
desprendió, y volvió a prender, para que Lucía lo notase, y supiera que pensaba
en ella— . Hermanita —dijo de pronto Sol en voz baja— ; hermanita, ¿no te
parece que Juan Jerez es muy bueno? Yo quisiera verlo más. Nunca lo he visto
cuando he ido a casa de Lucía. Yo no sé qué tiene, pero me parece mejor que
todos los demás. ¿Tú crees que él querrá mucho a Lucía?
Hermanita no quería decir nada, hacía como que no oía.
—Juan Jerez iba antes algunas veces a casa, antes de que
yo saliese del colegio; ¿verdad? Cuéntame, tú que lo conoces. Yo sé que él se
va a casar con Lucía, aunque ella no me habla de él nunca; pero a mí me gusta
hablar de él. A Lucía no me atrevo a preguntarle, como ella no me dice... Él ha
sido muy bueno con mamá, ¿no? ¡La directora lo quiere tanto! Mira, allí vuelve
a pasar Pedro Real: ¡es buen mozo de veras! pero yo le hallo unos ojos
extraños, no son tan dulces como los de Juan. No sé; pero el único que me
dijo algo la noche de Keleffy, que no se me ha olvidado, fue Juan Jerez.
Hermanita no decía palabra. Se le habían puesto los ojos
muy negros y grandes como para contener algo que se salía a ellos.
Ella, que no miraba hacia el balcón, sentía que Juan
Jerez había tenido puesta buen tiempo su mirada larga y bondadosa en Sol. Juan,
que acariciaba los mármoles, que seguía por las calles a los niños descalzos
hasta que sabía donde vivían, que levantaba del suelo las flores pisadas, si no
lo veían, y les peinaba los pétalos, y las ponía donde no pudiesen pisarlas
más. De la misma manera, y con aquel deleite honrado que produce en un espíritu
fino la contemplación de la hermosura, había Juan mirado a Sol largamente.
Lucía no estaba allí entonces. ¡Pobre Ana! Cuando ya iban
pasando los últimos soldados, palideció, se le cubrió el rostro de sudor, cerró
los ojos, y cayó sobre sus rodillas. La llevaron cargada para adentro, a
volverle el sentido. Parecía una santa, vestida de blanco, con su cara
amarilla. Lucía no se apartaba de su lado; Ana había vuelto en sí; Lucía había
mirado ya muchas veces a la puerta, como preguntándose dónde estaría Juan. «¿En
el balcón? ¡Que no esté en el balcón!». Y aun desmayada Ana, por poco no le
abandona la mano.
—¡Vete, vete con Juan! —le dijo Ana, apenas abrió los
ojos, y le notó el trastorno; y con la mano y la sonrisa la echaba hacia la
puerta suavemente.
—Bueno, bueno, vengo enseguida.
Y fue al balcón derechamente.
—¡Juan!
—¿Y Ana? ¿Cómo está Ana?
El balcón de la directora estaba ya vacío.
—Ya está bien: ya está bien. ¡Yo no sabía dónde tú
estabas!
* * *
Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba
días de sucedido todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía,
sentada en un sillón de hierro. Ana, con sus caprichos de madre, había querido
que le llevasen aquel domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Tú no tienes que
tenerle miedo: tú también eres hermosa. Mira: yo veo a las personas hermosas
como si fueran sagradas. Cuando son malas no: me parecen vasos japoneses llenos
de fango; pero mientras son buenas, no te rías, me parece, cuando estoy delante
de ellas, que soy un monaguillo y que le estoy alzando la cogulla, como en la
misa, a un sacerdote. Vamos, tráeme a Sol; ¿pero es de veras que Juan no viene
hoy?».
—¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a
Sol.
Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya
Ana en un sillón de enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía.
Ya, como las tardes cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro
y confuso, y todo él como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía, porque
de la tierra deseó poco mientras estuvo en ella, y lo que Ana le hubiera pedido
a la tierra, de seguro que en ella no estaba, y tal vez estaría fuera de ella.
Ni sentía Ana la muerte, porque no le parecía a ella que fuese muerte aquello que
dentro de sí sentía crecientemente, y era como una ascensión. Cosas muy lindas
debía ver, conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le
reflejaban en el rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y
hundidas las paredes de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina
la nariz, como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de
perdón. No decía sino caridades. Sola, sí, no quería estar ella. Tampoco se
quiere estar solo cuando se va a entrar en un viaje: tampoco, cuando se está en
las cercanías de la boda. Es lo desconocido, y se le teme. Se busca la compañía
de los que nos aman. Y más que con otras se había encariñado Ana, en su
enfermedad, con Sol, cuya perfecta hermosura lo era más, si cabe, por aquel
inocente abandono que de todo interés y pensamiento de sí tenía la niña. Y Ana
estaba mejor cuando tenía a Sol cogida de la mano, en cuyas horas Lucía,
sentada cerca de ellas, era buena.
Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio
hablaban Lucía y Sol. Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella
semana, y dejaba a Sol libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho
enseñar, no, «pero sí me gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y
Sol contaba a Lucía, sin ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo
inquietaban a doña Andrea los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la
señora, porque la niña no se fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en
eso.
—No, ¿por qué no?
—No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me
gusta verle pasear la calle y cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o
que tú vayas a verme, y estar con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo.
Cuando me mira, no me parece que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero es
como si quisiera en mí otra cosa que no soy yo misma. Porque a mí me parece,
¡anda, Lucía, tú puedes decirme de eso! a mí me parece que cuando un hombre nos
quiere, debemos como vernos en sus ojos, así como si estuviéramos en ellos, y
dos veces que he visto de cerca a Pedro Real, pues no me ha parecido
encontrarme en sus ojos. ¿No es, verdad, Lucía, que cuando a uno lo quieren le
sucede a uno eso?
En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de
Sol con que jugaba.
—¡Ay! me haces daño.
—¿Quieres que vayamos a ver cómo está Ana?
Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y
arreglándose Sol los cabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño
con reflejos dorados, cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en
el cuarto de Ana, como de mucha gente que se moviera y hablara agitadamente,
otro a la puerta de la calle, donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre
opuesto, de una mula de camino.
—¡Juan! —murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las
camelias.
— ¿Juan Jerez? — dijo Sol alegrándosele el rostro, y
acabando apresuradamente de sujetarse las trenzas.
Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol,
a quien turbaba aquel silencio, aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juan
que, reparando apenas en Sol, venía hacía su prima con las manos tendidas.
—Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué
no sales a recibirme? ¿para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós
leguas en mula?
A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente,
y como crecer los ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con
asombro.
Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada
arreglaba las flores de un vaso.
—Lucía, ¿qué tienes?
—¡Sol, Lucía, vengan! —dijo acercándose a ellas una de
sus amigas que salía del cuarto de Ana precipitadamente— . Ah, Juan, que bueno
que esté aquí. Ve, Lucía, ve, yo creo que Ana se muere.
—¡Ana!
—Sí, mande enseguida por el médico.
Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al
lado de Ana, Lucía miró muy despacio a la puerta de la calle, miró con ira a
aquella por donde había entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en
el patio, los dos brazos caídos, y apretados a los costados, fijos los ojos
delante de sí tenazmente. Y echó a andar hacia el cuarto de Ana después de
haber mirado a su alrededor a todos los lados, como si temiese.
* * *
¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, sí,
todos. Adela y Pedro Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las
personas mayores que por no influir directamente en los sucesos de esta
narración no figuran en ella. ¡Al campo todos!
El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana
abría los ojos, que a Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que
vieron.
—¡Ah, tú, Sol! —y Sol le pasaba la mano por la frente, y
le apartaba de ella los cabellos húmedos.
Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera
estar como sentada. Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun
para hablar, les pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento.
Parecía que era dichosa. Sol quiso retirar la mano con que tenía asida la de
Ana; pero Ana la retuvo.
—¿Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un
edificio se hubiese derrumbado dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se
le cayó la cabeza al otro lado de las almohadas.
El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre
el corazón, abrió de par en par la ventana y las puertas, y aconsejó que solo
quedase junto a ella la persona que ella desease.
Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire
le hubiese hecho bien, y dijo:
—Juan ha llegado, Lucía.
—¿Cómo sabes?
—Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas.
Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba
en pie al lado de la cama, duros los labios y los brazos caídos.
Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo
entró en el cuarto, de la mano.
—Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo
esta linda niña —y con los ojos, desdecía el médico sus palabras— . Pero es indispensable
que la enfermita vea el campo. Es indispensable. No me pregunte usted qué
remedio necesita —dijo el médico clavando los ojos en Juan— . Mucho reposo,
mucho aire limpio, mucho olor de árboles. Llévenmela donde haya calor, estos
tiempos húmedos pueden hacerle mucho daño. Si mañana mismo pueden ustedes
disponer el viaje, sea mañana mismo. Pero, niña, no se me vaya a ir sola. Lleve
gente que la quiera, y que la arrope bien por las mañanitas y por las tardes.
¿Y esta señorita? —añadió volviéndose a Sol— . Y creo que usted se me pone
buena si lleva consigo a esta señorita.
—Oh, sí, Sol va conmigo; ¿no, Juan?
—Por supuesto —dijo Juan vivamente, pensando con placer
en que así se regocijaría Ana, cuya afición a Sol le era ya conocida, y se
daría una prueba de estimación a la pobre viuda— : por supuesto que la
llevamos. Va a ser una gala de los ojos ver ir por un caminito de rosales que
yo me sé, cogidas del brazo, a Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana nos vamos. Sol,
voy ahora a su casa a pedirle permiso a doña Andrea. ¿Te parece, Lucía que
invitemos a Adela y a Pedro Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unos inditos en el
pueblo que te van a dar asunto para un cuadro delicioso. ¿Vamos, doctor? —acarició
Juan una mano de Ana, besó la de Lucía, con un beso que la regañaba dulcemente
y salió al corredor, hablando como muy contento, con el médico.
Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca
de sí, sin decir palabra, y sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con un
esfuerzo las manos de Lucía y de Sol, que estaban cada una a un lado de ella, y
paseando sus ojos por sobre sus cabezas, como conversándoles, retuvo largo
tiempo unidas las manos de ambas niñas bajo las suyas.
Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana
se quedó como dormida, se acercó Lucía a Sol, la tomó por el talle
cariñosamente, y una vez en su cuarto, empezó a vaciar con ademanes casi
febriles sus cajas y gavetas.
—Todo, todo, todo es para ti —y Sol quería hablar, y ella
no la dejaba— . Mira, pruébate este sombrero. Yo nunca me lo he puesto.
Pruébatelo, pruébatelo. Y este, y este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no me
digas que no. Mira, trajes: uno, dos, tres. Este es el más bonito para ti.
¿Oyes? Yo quiero mucho a Pedro Real. Yo quiero que tú quieras a Pedro Real. Que
te vea muy bonita. Que te vean siempre más bonita que yo. Pero óyeme, a Juan no
me lo quieras. Tú déjame a Juan para mí sola. Enójalo. Trátalo mal. Yo no
quiero que tú seas su amiga. ¡No, no me digas nada! sí, es chanza, sí, es
chanza. ¿Ves? Este vestido malva sí te va a estar bien. A ver, qué bien hace
con tu pelo castaño. ¿Ves? Es muy nuevo. Tiene el corpiño como un cáliz de
flor, un poco recto; no como esos de ahora, que parecen una copa de champaña:
muy delgados en la cintura, y muy anchos en los hombros. La saya es lisa; no
tiene tableados ni pliegues; cae con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves? a
mí me está muy corta. A ti te estará bien. Es un poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi
pastorcita! ¡mi pastorcita! Yo nunca me la he puesto. ¿Tú sabes? A mí no me
gustan los colores claros. ¡Ah! mira: aquí tienes —y escondía algo con las dos
manos cerradas detrás de su espalda— , aquí tienes, y no te lo vas a quitar
nunca, aunque se nos enoje doña Andrea. Cierra los ojos.
Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su
amiga, y cuando los abrió, se vio en el brazo, e hizo por quitarse con un gesto
que Lucía le detuvo, un brazalete de cuatro aros de perlas margaritas.
—Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas.
No: nada, nada que me digas: ¿ves? yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y
nunca, nunca te lo quites! Yo quiero ser muy buena —y la tomó de las dos manos,
y la besó en las dos mejillas apasionadamente— . ¡Ven, vamos a ver a Ana!
Y salieron del cuarto, cogidas del talle.
¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro
Real; que si lo supiese, no dejaría ir a Sol: aunque a Juan ¿qué le negaría
ella? ¡A Juan! Ese, ese era el que ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan:
que no salga al sol mucho». Juan preguntó en vano por la hermana mayor, por
Hermanita. Ella estaba en la casa cuando entró él; pero ahora no: estará en
casa de alguna vecina. ¡No, Hermanita estaba allí; estaba en el comedor, detrás
de las persianas! Ella veía a quien no la veía. «¡Cierra los ojos, Hermanita,
no veas a lo que no debes ver!». Y cuando Juan salió, las persianas se
entornaron, como unos ojos que se cierran.
¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con
collares de plata y cencerro, porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas
en el anca izquierda unas grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su piel
negra. El cochero es Pedro Real, que lleva al lado a Adela, en la imperial,
Juan y Lucía, adentro, con la gente mayor, que es muy respetable, pero no nos
hace falta para el curso de la novela, Ana sentada entre almohadas, muy mejor
con el gozo del viaje, con su cuaderno de apuntes en la falda, para copiar lo
que le guste del camino, que ya le perece que está buena, y Sol a su lado, con
un vestido de sedilla color de ópalo, tranquila y resplandeciente como una
estrella.
Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no
iba a ser Sol su compañera en el pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero
¿Ana no necesitaría nada? Juan, ¿irá Ana bien? Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar
un momento, a ver si Ana va bien! Bajó muchos momentos. Y las mulas, aunque
diestras, más de una vez se iban un poco del camino, como si no estuviese
bastante puesto en ellas el pensamiento del cochero.
Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y
otro de tan frondosa vegetación que no había manera de tener los ojos sino en
constante regalo y movimiento. Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros,
o una hilera de palmas lejanas que iba a dar en la garganta de dos montes; ya
era, al borde mismo del camino, una pendiente llena de flores azules y
amarillas que remataba en un río de espumas blancas, nutrido con las aguas de
la sierra, o eran ya a la distancia, imponentes como dos mensajes de la tierra
al cielo, dos volcanes dormidos, a cuya falda serpeada por arroyuelos de agua
blanca viva y traviesa, se recogían, como siervos azotados a los pies de sus
dueños, las ciudades antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro
labrado, mantenidos como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre las
puertas de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosas
enredaderas de ipomea. De una iglesia que tuvo los techos pintados, y dorados
de oro fino de lo más viejo de América los capiteles de los pilares, quedaba en
pie, como una concha clavada en tierra por el borde, el fondo del altar mayor,
cobijado por una media bóveda: un bosquecillo había crecido al amor del altar;
la pared interior, cubierta de musgo, le daba desde lejos apariencia de cueva
formidable; y era cosa común y sumamente grata ver salir de entre los pedruscos
florecidos, al menor ruido de gente o de carruajes, una bandada de palomas.
Otra iglesia, de que no había quedado en pie más que el crucero, tenía el domo
completamente verde, y las paredes de un lado rosadas y negras, como los bordes
de una herida. Y por el suelo no podía ponerse el pie sin que saltase un
arroyo.
Llegaron a los volcanes; pasaron por las ciudades
antiguas: más allá iban; y no se detuvieron. Lucía, a la sombra de su quitasol
rojo, se sentía como la señora de toda aquella natural grandeza, y como si el
mundo entero, de que tenía a los ojos hermosa pintura, no hubiera sido
fabricado más que para cantar con sus múltiples lenguas los amores de Lucía
Jerez y de su primo. Y se veía ella misma lo interior del cráneo como si
estuviese lleno de todas aquellas flores: lo que le sucedía siempre que estaba
sola, con Juan Jerez al lado. Adela y Pedro hablaban de formalísimos sucesos,
que tenían la virtud de poner a Adela contemplativa y silenciosa, dando a Pedro
ocasión para ir callado buena parte del camino, lo cual aprovechaba él en
celebrar consigo mismo animados coloquios: y a cada instante era aquello de:
«Juan, ¿cómo estará Ana? Bajaré un instante, a ver si se le ofrece algo a Ana».
Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que, aunque Sol era niña recatada, ya le
había dicho que Pedro Real le parecía muy bien, y se la veía que le llevaba en
el alma: lo que a Juan no parecía un feliz suceso, aunque prudentemente lo
callaba. Adentro del carruaje, la dichosa Sol era toda exclamaciones: jamás,
jamás, en su vida de huérfana pobre, había visto Sol correr los ríos, vestirse
a los bosques fuertes de campanillas moradas y azules, y verdear y florecer los
campos. De un color de rosa de coral se le teñían las mejillas, y el ónix de
México no tuvo nunca mayor transparencia que la tez fina de Sol, en aquella
mañana de ventura en la naturaleza. ¡Ay! la buena Ana sonreía mucho, pero había
olvidado levantar de su falda el cuaderno de notas.
* * *
Y de pronto sonaron unas músicas; se oscureció el camino
como por una sombra grata, y refrenaron las mulas el paso, con gran ruido de
hebillas y cencerros. De un salto estaba Pedro a la portezuela del carruaje, al
lado de Sol, preguntándole a Ana qué se le ofrecía. Pero aquí bajaron todos, y
Sol misma, que se volvió pronto al carruaje, para acompañar a Ana, y animarla a
tomar del breve almuerzo que los demás, sentados en torno de una mesa rústica,
gustaban con vehemente apetito, sazonado por chistes que el piadoso Juan
encabezaba y atraía, porque los oyese Ana desde su asiento en el coche, traído
a este propósito cerca de la mesa.
Allí, en las tazas de güiro posadas en trípodes de bejuco
recién cortado de las cercanías, hervía la leche que, a juzgar por lo fragante
y espumosa, acababa de salir de la vaca de Durham que asomó su cabeza pacífica
por uno de los claros de la enredadera. Porque era aquel lugar un lindo
parador, techado y emparrado de verdura, puesto allí por los dueños de la
finca, para que los visitantes hiciesen de veras, al llegar de la ciudad, su
almuerzo a la manera campesina. Allí el queso, que manaba la leche al ser
cortado, y sabía ricamente con las tortas de maíz humeantes que servía la
indita de saya azul, envueltas en paños blancos. Allí unos huevos duros, o
blanquillos, que venían recostados, cada uno en su taza de güiro, sobre unas
yerbas de grata fragancia, que olían como flores. Allí, en la cáscara misma del
coco recién partido en dos, la leche de la fruta, con una cucharilla de coco
labrado que la desprendía de sus tazas naturales. Y mientras duraba el
almuerzo, unos indios, descalzos y en sus trajes de lona, puestos en tierra sus
sombreros de palma, tocaban, bajo otro paradorcillo más lejano, dispuesto para
ellos, unos aires muy suaves de música de cuerda, que blandamente templada por
el aire matinal y la enredadera espesa, llegaba a nuestros alegres caminantes
como una caricia. Adela solo reía forzadamente. Violencia tenía que hacerse Sol
para no palmotear en el carruaje. Muy feamente arrugó el ceño Lucía una vez que
se acercó Juan a la portezuela del lado de Ana, y habló con ella, haciéndola
reír, unos minutos: y en cuanto oyó reír a Sol, dejó Lucía su asiento, y se fue
ella también a la portezuela. ¡Ea! ¡Ea! ya tocan diana, que es el toque de
bienvenida y adiós, los indios habilidosos. La indita de saya azul da a gustar
a la vaca mirona una de las tazas de coco abandonadas. Al pescante van Pedro y
Adela: Lucía, menos contenta, a la imperial con Juan. Ya la casa de la finca,
toda blanca, de techo encarnado, se ve a poca distancia. Ana ya va muy
pálida; y las mulas, al olor del pesebre, vuelan camino arriba, bajo la bóveda
de espesos almendros que llenan la avenida con sus hojas redondas y sus verdes
frutas.
* * *
Mucha, mucha alegría. Lucía también estaba alegre, aunque
no estaba Juan allí. Porque no estaba Juan: el pleito de los indios, aunque
aquellos eran días de receso en tribunales como en escuelas, le había obligado
a volver al pueblecito, si no quería que un gamonal del lugar, que tenía
grandes amigos en el Gobierno, hurtase con una razón u otra a los indios la
tierra que la energía de Juan había logrado al fin les fuese punto menos que
reconocida en el pleito. Los indios habían salido de la iglesia con su música,
el domingo antes, apenas se supo que Juan no esperaría el tren del día
siguiente: y cuando le trajeron a Juan la mula, vio que la habían adornado toda
con estrellas y flores de palma, y que todo el pueblo se venía tras él, y
muchos querían acompañarle hasta la ciudad. Una viejita, que venía apoyada en
su palo, le trajo un escapulario de la Virgen, y una guapa muchacha, con un
hijo a la espalda y otro en brazos, llegó con su marido, que era un bello
mancebo, a la cabeza de la mula, puso al indito en alto para que le diese la
mano al «caballero bueno»; y muchos venían con jarras de miel cubiertas con
estera bien atada, u otras ofrendas, como si pudiesen dar para tanto las ancas
de la caballería, muy oronda de toda aquella fiesta; y otro viejito, el padre
del lugar, mi señor don Mariano, que jamás había bebido de licor alguno, aunque
él mismo trabajaba el de sus plantíos propios, llegó, apoyado en sus dos hijos,
que eran también como senadores del pueblo, y con los brazos en alto desde que
pudo divisar a Juan, y como si hubiera al cabo visto la luz que había esperado
en vano toda su vida: «Abrazarlo —decía— . ¡Déjenme abrazarlo! ¡Señor, todito
este pueblo lo quiere como a su hijo!». De modo que Juan, a quien había
conmovido aquellos cariños, dejó la finca, dos días después de haber llegado a
ella, no bien supo que los indios, a pesar de su esfuerzo, corrían peligro de
que se les quitase de las manos la posesión temporal que, en espera de la
definitiva, había Juan obtenido que el juez les acordase —el juez, que había
recibido el día anterior de regalo del gamonal un caballo muy fino.
* * *
Mucha, mucha alegría. Lucía misma, que en los dos días
que estuvo allí Juan le dio ocasión de extrañeza con unos cambios bruscos de
disposición que él no podía explicarse, por ser mayores y menos racionales que
los que ya él le conocía, estaba ahora como quien vuelve de una enfermedad.
Era la casa toda de los visitantes, por no estar en ella
entonces sus dueños, que eran como de la familia de Juan Pedro, al anochecer,
salía de caza, porque era el tiempo de la de los conejos, por allí abundantísimos.
De los que traía muertos en el zurrón no hablaba nunca, porque Ana no se lo
había de perdonar, por haber todavía en este mundo almas sencillas que no
hallan placer en que se mate, a la entrada misma de la cueva donde tiene a su
compañera y a su prole, a los pobres animales que han salido a descubrir, para
mudarse de casa, algún rincón del bosque rico en yerbas.
Pero los conejos, de puro astutos, suelen caer en las
manos del cazador; porque no bien sienten ruido, se hacen los muertos, como para
que no los delate el ruido de la fuga, y cierran los ojos, cual si con esto
cerrase el cazador los suyos, quien hace por su parte como que no ve, y echada
hacia la espalda la escopeta, por no alarmar al conejo que suele conocerla, se
va, mirando a otro lado, sobre la cama del conejo, hasta que de un buen salto
le pone el pie encima y así lo coge vivo: una vez cogió tres, muy manso el uno,
de un color de humo, que fue para Ana: otro era blanco, al cual halló
manera de atarle una cinta azul al cuello, con que lo regaló a Sol; y a
Lucía trajo otro, que parecía un rey cautivo, de un castaño muy duro, y de unos
ojos fieros que nunca se cerraban, tanto que a los dos días, en que no quiso
comer, bajó por primera vez las orejas que había tenido enhiestas, mordió la
cadenilla que lo sujetaba, y con ella en los dientes quedó muerto.
* * *
Paseos, había pocos. Sin Ana, ¿quién había de hacerlos?
Con ella no se podía. Ni Sol dejaba a Ana de buena voluntad; ni Lucía hubiera
salido a goce alguno cuando no estaba Juan con ella. Adela, sí, había trabado
amistades con una gruesa india que tenía ciertos privilegios en la casa de la
finca, y vivía en otra cercana, donde pasaba Adela buena parte del día,
platicando de las costumbres de aquella gente con la resuelta Petrona Revolorio:
«y no crea la señorita que le converso por servicio, sino porque le he cobrado
afición». Era mujer robusta y de muy buen andar, aunque esto lo hacía sobre
unos pies tan pequeños que no había modo de que Petrona llegara a ver a «sus
niños» sin que le pidieran que los enseñase, lo cual ella hacía como quien no
lo quiere hacer, sobre todo cuando estaba delante el niño Pedro. Las manos
corrían parejas con los pies, tanto que algunas veces las niñas se las pedían y
acariciaban; llevaba una simple saya de listado, y un camisolín de muselina
transparente, que le ceñía los hombros y le dejaba desnudos los hermosos brazos
y la alta garganta. Era el rostro de facciones graciosas y menudas, de tal modo
que la boca, medio abierta en el centro y recogida en dos hoyuelos a los lados,
no era en todo más grande que sus ojos. La naricilla, corta y un tanto redonda
y vuelta en el extremo, era una picardía. Tenía la frente estrecha, y de ella
hacia atrás, en dos bandas no muy lisas, el cabello negro, que en dos trenzas
copiosas, veteadas de una cinta roja, llevaba recogida en cerquillo, como una
corona, sobre lo alto de la cabeza. Un chal de listado tenía siempre puesto y
caído sobre un hombro; y no había quien, cuando remataba una frase que le
parecía intencionada, se echase por la espalda con más brío el chal de listado.
Luego echaba a correr, riendo y hablando en una jerga que quería ser muy culta
y ciudadana; y se iba a preparar a la niña Ana, lo cual hacía muy bien, unos
tamales de dulce de coco y un chocolatillo claro, que era lo que con más gusto
tomaba, por lo limpio y lo nuevo, nuestra linda enferma. Y mientras Ana los
gustaba, Petrona Revolorio, con el chal cruzado, se sentaba a sus pies «no por
servicio, sino porque le había cobrado afición» y le hacía cuentos.
¿El alba, sin que Petrona Revolorio estuviese a la puerta
del cuarto de la niña Ana con su cesta de flores, que ella misma quería ponerle
en el vaso y ver con sus propios ojos, cómo seguía la niña? «¡Mi niñita:
mírenla que galana está hoy!; se lo voy a decir al niño Pedro que nos dé un
baile de convite a las señoras, y vamos a sacarla a bailar con el niño Pedro.
¡Y él sí que es galán también, el niño Pedro! Mire, mi niñita: no le traigo de
esos jazminotes blancos, porque los de acá huelen muy fuerte; pero aquí le
pongo, en este vaso azul, esos jazmines de San Juan, que acá se dan todo el año
y huelen muy bien de noche. Con que, mi niñita, prepárese para el baile, y que
le voy a prestar un chal de seda encarnada que yo tengo, que me la va a poner
más linda que la misma niña Sol. ¡Cómo está que se muere el niño Pedro por la
niña Sol! Pero yo no sé qué tiene la niña Adela, que está como aburrida.
¿Quiere mi niñita los tamales hoy de coco, o de carnecita fresca? Ayer maté un
cochito, que está de lo más blando: era el cochito rosado, ¡y la carne está
como merengue! ¡Jesús, mi niñita, no me diga eso! Si yo me muero por servirla:
mire que yo soy como las tacitas de coco, que dicen en letras muy guapas: ‘yo
sirvo a mi dueña’. Voy a poner la puerta de mi casa llena de tiestos de flores,
y a alquilar a los músicos, el día que mi niñita vaya a verme. ¡Y, eso que yo
no se lo hago a nadie: porque no lo hago por servicio, sino porque le he
cobrado mucha afición!».
* * *
Y Pedro, como que con la ausencia de Juan venía a ser el
caballero servidor de las cuatro niñas, ¿qué había de hacer sino estarlas
sirviendo, y mucho mejor cuando no estaba cerca Adela, y mejor aun cuando no
estaba junto a Ana, que no ponía buenos ojos cuando miraba a la vez a Sol y a
Pedro, y mejor que nunca cuando por algún acaso Lucía y Sol estaban solas? Y
siempre entonces tenía Lucía algo que hacer, ir de puntillas a ver si seguía
durmiendo Ana, ver si habían puesto de beber a los pajaritos azules, preguntar
si habían traído la leche fresca que debía tomar Ana al despertarse: siempre
tenía Lucía, cuando Pedro y Sol podían quedarse solos, alguna cosa que hacer.
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de
tablilla bruñida el pavimento: la baranda —como toda la casa, de madera— abierta en tres lados para las tres
escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa. Estaba el
colgadizo siempre en sombra, porque lo vestía de verdor una enredadera
copiosísima, esmaltada de trecho en trecho por unos ramos de florecitas rojas.
Colgaban del techo pintado el fresco de unas caprichosas guirnaldas de hojas y
flores como las de la enredadera, unos cestos de alambre cubiertos de cera
roja, que les hacía parecer de coral, todos llenos de florecillas naturales,
brillantes y pequeñas, y a menudo adornados con las hebras de una parásita que
crecía sobre los árboles viejos de la finca, y era, por su verde blancuzco y
por crecer en hilos, como las canas de aquella arboleda. En los tramos de
pared, entre las ventanas interiores, realzadas con unas líneas de vivo
encarnado, había unos grandes estudios de flores en madera, pintada con los
colores naturales por los artistas del país, con propiedad muy grande: dos de
los cuadros eran de magnolia, la una casi abierta, y con cierta hermosura de
emperatriz; la otra aun cerrada en su propia rama: y otros dos cuadros eran de
las flores pomposas del marpacífico, con sus hojas de rojo encendido, agrupadas
de modo que realzase su natural tamaño y hermosura.
Y allí, a la suave sombra, contaba Pedro maravillas y
glorias europeas a Ana, que le oía con cariño —a Adela, que hacía como si no le
interesasen— , a Lucía, que pensaba con amorosa cólera en Juan, en Juan, que no
debía venir, porque estaba allí Sol, en Juan, que debía venir puesto que estaba
Lucía —y a Sol contaba también aquellas historias, quien sin desagrado ni
emoción las escuchaba y con sus hábitos de niña huérfana, azorada a veces de la
súbita rudeza que templaba Lucía luego con arrebatos afectuosos, solo se
sentía dueña de sí cerca de quien la necesitaba, y ni con Adela, que parecía
esquivarla, ni con la misma Lucía, aunque esto le pesaba mucho, tenía ya la
naturalidad y abandono que con Ana, con Ana a quien aquellos aires perfumados y
calurosos habían vuelto, si no el color al rostro, cierta facilidad a los
movimientos y unos como asomos de vida.
Hallaba Pedro con asombro que el atrevimiento
desvergonzado y celebración excesiva a que se reduce, casi siempre pagado
deprisa y con usura por las mujeres, todo el arte misterioso de los
enamoradores, no le eran posibles ante aquella niña recién salida del colegio,
que con franca sencillez, y mirándole en los ojos sin temor, decía en alto como
materia de general conversación lo que con más privado propósito dejaba Pedro
llegar discretamente a su oído. Era la niña de tal hermosura que llevaba
consigo, y de sí misma, la majestad que la defiende; y lo usual iba siendo que
cuando Lucía encontraba modo de ir a ver si los pajaritos azules tenían agua, o
si había llegado la leche fresca, no mudarse la conversación entre Sol y Pedro,
abierta por lo demás y no muy amena, del asunto en que se estaba antes de que
Lucía fuera a ver los pájaros. Ni había cosa que a Lucía pusiese en mayor enojo
que hallarlos conversando, cuando volvía, de la caza de ayer, del jabalí en preparación,
de las fiestas de cacería en los castillos señoriales de Europa, de la pobre
Ana, de los tamales de Petrona Revolorio. Y Pedro, de otras mujeres tan temido,
era con la mayor tranquilidad puesto por Sol, ya a que le leyese la Amalia de Mármol o la María de Jorge Isaacs, que de la ciudad
les habían enviado, ya, para unos cobertores de mesa que estaba bordando a la
directora, a que devanase el estambre.
* * *
—Sí, sí, hoy estaba muy hermosa. Dime, tú, espejo: ¿la
querrá Juan? ¿la querrá Juan? ¿Por qué no soy como ella? Me rasgaría las
carnes: me abriría con las uñas las mejillas. Cara imbécil, ¿por qué no soy
como ella? Hoy estaba muy hermosa. Se le veía la sangre y se le sentía el
perfume por debajo de la muselina blanca.
Y se sentaba Lucía, sola en su cuarto en una silla sin
espaldar, sin quitarse los vestidos, ya a más de medianoche, y a poco rato se
levantaba, se miraba otra vez al espejo, y se sentaba nuevamente, la cara entre
las manos, los codos en las rodillas. Luego rompía a hablarse:
—Yo me veo, sí, yo me veo. ¿Qué es lo que tengo, que me
parezco fea a mí misma? Y yo no lo soy, pero lo estoy siendo. Juan lo ha de
ver; Juan ha de ver que estoy siendo fea. ¡Ay! ¡por qué tengo este miedo!
¿Quién es mejor que Juan en todo el mundo? ¿Cómo no me ha de querer él a mí, si
él quiere a todo el que lo quiere? ¿quién, quién lo quiere a él más que yo? Yo
me echaría a sus pies. Yo le besaría siempre las manos. Yo le tendría siempre
la cabeza apretada sobre mi corazón. ¡Y esto ni se puede decir, esto que yo
quisiera hacer! Si yo pudiera hacer esto, él sentiría todo lo que yo lo quiero,
y no podría querer a más nadie. ¡Sol! ¡Sol! ¿quién es Sol para quererlo como yo
lo quiero? ¡Juan!... ¡Juan!...
Y conteniendo la voz se iba hacia la ventana abierta, y
tendía las manos como sin querer, llamando a Juan a quien acababa de escribir
sin decirle que viniese.
Empujó violentamente las dos hojas de la ventana, y
arrodillándose de repente junto a ella, sacó afuera, como a que el aire se la
humedeciese, la cabeza; y la tuvo apoyada algún tiempo sobre el marco, sin que
le molestase aquella almohada de madera.
—¡No puede ser! ¡no puede ser! —dijo levantándose de
pronto— : Juan va a quererla. Lo conozco cada vez que la mira. Se sonríe, con
un cariño que me vuelve loca. Se le ve, se le ve que tiene placer en mirarla. Y
luego ¡esa imbécil es tan buena! No es mentira, no: es buena. ¿Yo misma, yo
misma no la quiero? ¡Sí, la quiero, y la odio! ¿Qué sé yo qué es lo que me pasa
por la cabeza? ¡Juan, Juan, ven pronto; Juan, Juan, no vengas!
¿Cómo no ha de quererla Juan? —decía la infeliz, entre
golpes de lágrimas, a los pocos momentos, siendo aquel llanto de Lucía extraño,
porque no venía a raudal y de seguida, aliviando a la que lloraba, sino a
borbotones e intervalos, sofocándola y exaltándola, parecido al agua que baja,
tropezando entre peñas, por los torrentes— . ¿Cómo no ha de quererla Juan, si
no hay quien ame lo hermoso más que él, y la Virgen de la Piedad no es tan
hermosa como ella? Juan... Juan... — decía en voz baja, como para que Juan
viniese sin que nadie lo viera— ; ¡sin que Sol lo viera!
Y si viene... y si la mira... ¡yo, no puedo soportar que
la mire!... ¡ni que la mire siquiera! Y si
está aquí un mes, dos meses. Y si ella no quiere a Pedro Real, porque no lo
quiere, y Ana le dice que no lo quiera. Y ella va a querer a Juan ¿cómo no va a
quererlo? ¿Quién no lo quiere desde que lo ve? Ana lo hubiera querido, si no
supiese que ya él me quería a mí; ¡porque Ana es buena! Adela lo quiso como una
loca; yo bien lo vi, pero él no puede querer a Adela. Y Sol ¿por qué no lo ha
de querer? Ella es pobre; él es muy rico. Ella verá que Juan la mira.
¿Qué marido mejor puede tener ella que Juan? Y me lo quitará, me lo
quitará si quiere. Yo he visto que me lo quiere quitar. Yo veo como se queda
oyéndole cuando habla; así me quedaba yo oyéndole cuando era niña. Yo veo que
cuando él sale, ella alza la cabeza para seguirle viendo. ¡Y van a estar aquí
un mes, dos meses! ella siempre con Ana, todos con Ana siempre. Él recreando
los ojos en toda su hermosura. Yo, callada a su lado, con los labios llenos de
horrores que no digo, odiosa y fiera. Esto no ha de ser, no ha de ser, no ha de
ser. O Sol se va, o yo me iré. Pero ¿cómo me he de ir yo?; ¡que me lo robe
alguien si puede! —y abrió los brazos en la mitad del cuarto, como desafiando,
y le cayó por las espaldas desatada la cabellera negra.
¡Que no se sienten juntos: que yo no lo vea!
Y con los labios apoyados sobre el puño cerrado, quedó
dormida en un sillón cerca de la ventana, sombreándole extrañamente el rostro,
al agitarse movida por el aire, la cabellera negra.
¿A quién vio la mañana siguiente Lucía, sentado en el
colgadizo, con Sol y con Ana? Venía con paso lento, y como si no hubiera
querido venir.
—¡No le diga, no le diga!... —a Sol que se levantaba como
para avisarle.
Venía Lucía con paso lento, y Ana y Sol, que conocían las
habitaciones de la casa, sabían que era ella quien venía. Volvió Sol a su
asiento. Juan hizo como que hablaba muy animadamente con Ana y con ella. Lucía
llegó a la puerta. Los vio sentados juntos, y como que no la veían. Tembló
toda. ¿Entra? ¿Sale? ¡Juan! ¡allí Juan! ¡Juan así! Se clavó los dientes en el
labio, y los dejó clavados en él. Volvió la espalda, se entró por el corredor
que iba a su habitación; a Sol que fue corriendo detrás de ella: «¡Vete!
¡vete!», y entró en su cuarto, cerrando tras de sí con llave la puerta.
¡A Juan que, suponiéndola apenada, no bien acabó con
cuanta prisa pudo su empeño en el pueblo de los indios volvió a la ciudad, y de
allí, aprovechando la noche por sorprender a Lucía con la luz de la mañana,
emprendió sin descansar el camino de la finca a caballo y de prisa! ¡A Juan,
que con amores muy altos en el alma, consentía, por aquella piedad suya que era
la mayor parte de su amor, en atar sus águilas al cabello de aquella criatura,
no tanto por lo que la amaba él, sin que por eso dejase de amarla, sino por lo
que lo amaba ella! ¡A Juan que, puestos en las nubes del cielo y en los
sacrificios de la tierra sus mejores cariños, no dejaba, sin embargo, por
aquella excelente condición suya, de hacer, pensar u omitir cosa con que él
pudiera creer que sería agradable a su prima Lucía, aunque no tuviese él placer
en ella! ¡A Juan que, joven como era, sentía, por cierto anuncio del dolor que
más parece recuerdo de él, como si fuera ya persona muy trabajada y vivida,
quienes a las mujeres, sobre todo en la juventud, parecían encantadores
enfermos! ¡A Juan, que se sentía crecer bajo del pecho, a pesar de lo mozo de
sus años, unas como barbas blancas muy crecidas, y aquellos cariños pacíficos y
paternales que son los únicos que a las barbas blancas convienen! ¡A Juan, que
tenía de su virtud idea tan exaltada como la mujer más pudorosa, y entendía que
eran tan graves como las culpas groseras los adulterios del pensamiento!
¡A Juan, porque, ya después de aquellas cartas extrañas
que Lucía le había escrito a la finca sin hablarle de su vuelta, recibirlo de
aquel modo, con aquella mirada, con aquella explosión de cólera, con aquel
desdén! ¿Pues cuándo había cesado de pensar Juan, cuándo, que aquel cariño que
con tanta ternura prodigaba, sin fatiga ni traición, sobre su prima, era como
una concesión de él, como un agradecimiento de él, como una tentativa, a lo
sumo, de asir en cuerpo y ver con los ojos de la carne las ideas de rostro
confuso y vestidura de perlas, que cogidas del brazo y con las alas tendidas,
le vagaban en giros majestuosos por los espacios de su mente? Pues sin el alma
tierna y fina que de propia voluntad suya había supuesto, como natural
esencia de un cuerpo de mujer, en su prima Lucía, ¿qué venía a ser Lucía? ¿Qué
hombre, que lo sea, ama a una mujer más que por el espíritu puro que supone en
ella, o por el que cree ver en sus acciones, y con el que le alivia y levanta
el suyo de sus tropiezos y espantos en la vida? Pues una mujer sin ternura ¿qué
es sino un vaso de carne, aunque lo hubiese moldeado Cellini, repleto de
veneno? Así, en un día, dejan de amar los hombres a la mujer a quien quisieron
entrañablemente, cuando un acto claro e inesperado les revela que en aquella
alma no existen la dulzura y superioridad con que la invistió su fantasía.
—Estará enferma Lucía. Ana —dile que la saludaré luego— .
Voy a ver a Pedro Real. Sol, gracias por lo buena que es usted con Ana. Usted
tiene ya fama de hermosa, pero yo le voy a dar fama de buena.
Lucía oyó esto, que hizo que le zumbasen las sienes y le
pareciese que caía por tierra: Lucía, que sin ruido había abierto la puerta de
su cuarto, y había venido hasta la de la sala, para oír lo que hablaban, en
puntillas.
* * *
Violentos fueron, a partir de entonces, los días en la
finca. Ni Ana misma sabía, puesto que tenía a Sol constantemente a su lado, qué
causaba la ira de Lucía. Esta cesó cuando Juan, tomándola a la tarde de la
mano, la llevó, mientras que Pedro y Adela buscaban flores de saúco para Ana, a
la sombra de un camino de rosales que daba al saucal, y donde había de trecho
en trecho unos bancos de piedra, y al lado unos atriles, de piedra también,
como para poner un libro. En la mirada y en la voz se conocía a Juan que algo
se le había roto en lo interior, y le causaba pena; pero con voz consoladora
persuadía a Lucía quien, con pretextos fútiles, que no acertaba Juan a entender
ni excusar, ocultaba la razón verdadera de su ira, que ella a la vez quería que
Juan adivinase y no supiese: «¡porque si no lo es, y se lo digo, tal vez sea! Y
no lo es, no, yo creo ahora que no lo es; pero si no sabe lo que es ¿cómo me va
a perdonar?». Y airada ya contra Juan irrevocablemente, como si las nubes que
pasan por el cielo del amor fueran sus lienzos funerarios, se levantaron como
si hubieran hecho las paces, pero sin alegría.
Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro
iba a casa, ni Adela a la de la Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni
Sol y Lucía, sino estar cerca de ella; ni Juan, fuera de sus horas
de leer, que le fatigaban ahora que no estaba contento, tenía modo de
estar alejado de la casa. Ni había con justicia para Juan placer más grato,
ahora que en Lucía había entrevisto aquel espíritu seco y altanero, que estar
cerca de Ana, cuyo espíritu puro con la vecindad de la muerte se esclarecía y
afinaba. Y se asombraba Juan, con razón, de haber pasado, libre aun, cerca de
aquella criatura que se desvanecía, sin rendirle el alma. Esta misma
contemplación del espíritu de Ana, cuya cabalidad y belleza entonces más que
nunca le absorbían, le apartaron del riesgo, en otra ocasión acaso inevitable,
de observar en cuán grata manera iban unidas en Sol, sin extraordinario vuelo
de intelecto, la belleza y la ternura.
Con Lucía, no había paces. Lo que no penetraba Ana, ¿cómo
lo había de entender Sol? En vano, Sol, aunque ya asustadiza, aprovechando los
momentos en que Ana estaba acompañada de Juan o de Pedro y Adela, se iba en
busca de Lucía, que hallaba ahora siempre modo de tener largos quehaceres en su
cuarto, en el que un día entró Sol casi a la fuerza, y vio a Lucía tan
descompuesta que no le pareció que era ella, sino otra en su lugar: en el talle
un jirón, los ojos como quemados y encendidos, el rostro todo como de quien
hubiese llorado.
Y ese día Lucía y Juan estaban en paz: ni permitía Juan,
por parecerle como indecoro suyo, aquel llevar y traer de cóleras, que le
sacaban el alma de la fecunda paz a que por la excelencia de su virtud tenía
derecho. Pero ese día, como que Ana se fatigase visiblemente de hablar, y Adela
y Pedro estuviesen ensayando al piano una pieza nueva para Ana, Juan, un tanto
airado con Lucía que se le mostraba dura, habló con Sol muy largamente, y se
animó en ello, al ver el interés con que la enferma oía de labios de Juan la
historia de Mignon, y a propósito de ella, la vida de Goethe. No era esta para
muy aplaudida, del lado de que Juan la encaminaba entonces, y tan hermosas
cosas fue diciendo, con aquel arrebatado lenguaje suyo, que se le encendía y le
rebosaba en cuanto sentía cerca de sí almas puras, que Pedro y Adela, ya un
tanto reconciliados, vinieron discretamente a oír aquel nuevo género de música,
no señalada por el artificio de la composición ni pedantesca pompa, sino que
con los ricos colores de la naturaleza salía a caudales de un espíritu ingenuo,
a modo de confesiones oprimidas. Lucía se levantaba, se mostraba muy solícita
para Ana, interrumpía a Juan melosamente. Salía como con despecho. Entraba como
ya iracunda. Se sentaba, como si quisiera domarse. «Sol, ¿habrán puesto agua a
los pájaros?». Y Sol fue, y habían puesto agua. «Sol, ¿habrán traído la
leche fresca para Ana?». Y Sol fue, y habían traído la leche fresca para Ana.
Hasta que, al fin, salió Lucía, y no volvió más: Sol la halló luego, con los
ojos secos y el talle desgarrado.
Y aquello crecía. Hoy era una dureza para Sol. Otra
mañana. A la tarde otra mayor. La niña, por Ana y por Juan, no las decía. Juan,
apenas bajaba. Lucía, con grandes esfuerzos, lograba apenas, convertido en odio
aparente todo el cariño que por Juan sentía, disimularlo de modo que no fuese
apercibido. ¿Quién había de achacar a Sol tanta mudanza, a Sol cuya pacífica
belleza en el campo se completaba y esparcía, pues era como si la vertiese en
torno suyo, y por donde ella anduviese fueran, como sus sombras, la fuerza y la
energía? ¿A Sol, que sobre todos levantaba sus ojos limpios, grandes y
sencillos, sin que en alguno se detuviesen más que en otro; con Lucía, siempre
tierna; para Ana, una hermanita; con Pedro, jovial y buena; con Juan, como
agradecida y respetuosa? Pero ese era su pecado: sus ojos grandes, limpios y
sencillos, que cada vez que se levantaban, ya sobre Juan, ya sobre otros donde
Juan pudiese verlos, se entraban como garfios envenenados por el corazón celoso
de Lucía; y aquella hermosura suya, serena y decorosa, que sin encanto no se
podía ver, como la de una noche clara.
* * *
Hasta que una noche:
—No, Sol, no: quédate aquí.
—¿Ana, adónde vas? ¿Qué tienes, Ana? ¿Salir tú del cuarto
a estas horas? ¡Ana! ¡Ana!
—Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame
hasta la mitad del corredor.
—¿Del corredor?
—Sí: voy al cuarto de Lucía.
—Pues bueno, yo te llevo.
—No, mi niña, no —se sentó un momento, con Sol a sus
pies, le abrazó la cabeza, y la besó en la frente. Nada le dijo, porque nada
debía decirle. Y se levantó, del brazo de ella.
—Es que sé lo que tiene triste a Lucía. Déjame ir. De
ningún modo vayas. Es por el bien de todos.
Fue, tocó, entró.
—¡Ana!
Ana, casi lívida y tendiendo los brazos para no caer en
tierra, estaba de pie, en la puerta del cuarto oscuro, vestida de blanco.
—Cierra, cierra.
Se habló mucho, se oyeron gemidos, como de un pecho que
se vacía, se lloró mucho.
Allá a la madrugada, la puerta se abría, Lucía quería ir
con Ana.
—No, no, quiero llevarte; ¿cómo has de ir sola si no
puedes tenerte en pie? Sol estará despierta todavía. Yo quiero ver a Sol ahora
mismo.
—¡Loca! ¡Hasta cuándo eres buena, loca! A Juan, sí, en
cuanto lo veas mañana, que será delante de mí, bésale la mano a Juan. A Sol,
que no sepa nunca lo que te ha pasado por la mente. Vamos: acompáñame hasta la
mitad del corredor.
—¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita!
Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso.
* * *
¡Fiesta, fiesta! El médico lo ha dicho; el médico, que
vino desde la ciudad a ver a la enferma, y halló que pensaba bien Petrona
Revolorio. ¡Fiesta de flores para Ana!
¡Todos los músicos de las cercanías! ¡Telegramas a los
sinsontes! ¡Recados a los amarillos! ¡Mensajeros por toda la comarca, a que
venga toda la canora pajarería! Ana, ya se sabe de Ana: ¡Aquí no está bien, y
debe ir adonde está bien! Pero es buena idea esa de Petrona Revolorio, y la
enferma quiere que se dé un baile que haga famosa la finca. Petrona, por
supuesto, no estará en la sala, ni ese es el baile que debía dar el niño Pedro
Real; pero ella estará donde la pueda ver su niñita Ana, y mandarle todo lo que
necesite, porque «ella baila con ver bailar, y lo que hace no lo hace por
servicio, sino porque ha cobrado mucha afición». Ya está tan contenta como si
fuese la señora. Tiene un jarrón de China, que hubo quién sabe en qué lances, y
ya lo trajo, para que adorne la fiesta; pero quiere que esté donde lo vea la
niña Ana.
¡Ahora sí que ha empezado la temporada en la finca!
Andar, bien, andar, Ana no puede; pero Petrona la acompaña mucho y Sol, siempre
que van Juan y Lucía a pasear por la hacienda, porque entonces ¡qué casualidad!
entonces siempre necesita Ana de Sol.
El médico vino, después de aquella noche. El baile lo
quiere Ana para sacudir los espíritus, para expulsar de las almas suspicaces la
pena pasada, para que con el roce solitario no se enconen heridas aun abiertas,
para que viendo a Lucía tierna y afable, torne de nuevo la seguridad en el alma
de Juan alarmado, para que Lucía vea frente a frente a Sol en la hora de un
triunfo, y como Ana le hablará antes a Juan, Lucía no tiemble. ¡Ana se va, y ya
lo sabe!: ella no quiere el baile para sí, sino para otros.
* * *
¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la
ciudad. Lucía quiso por un momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana.
—¡Oh, no, Juan! tú no te vayas.
Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso
ya nada haría desaparecer: la tristeza de cuando en lo interior hay algo roto,
alguna creencia muerta, alguna visión ausente, algún ala caída. Mas se notó en
los ojos de Juan una dulce mirada, y no como de que se alegraba él por sí, sino
por placer de ver tierna a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son
tiernos!
De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿Quién
no quería alegrar a Ana? Y ver a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa
que nunca ¿quién no querría? Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la
casa. El camino, salvo el tramo de las ciudades antiguas, era llano. Allí
habría caballerías para ayuda o repuesto. Cerca de la casa, como a dos cuadras
de ella, aderezaron para caballerizas dos grandes caserones de madera,
construidos años atrás para experimentos de una industria que al fin no dio
fruto. Pedro, antes de salir, había encargado que por todas las calles del
jardín que había frente a la casa, pusieran unas columnas, como media vara más
altas que un hombre, que habían de estar todas forradas de aquella parásita del
bosque, sembrada acá y allá de flores azules; y sobre los capiteles, se
pondrían unos elegantes cestos, vestidos de guías de enredadera y llenos de
rosas. Las luces vendrían de donde no se viesen, ya en el jardín, ya en la
casa; y estaba en camino Mr. Sherman, el americano de la luz eléctrica, para
que la hubiese bien viva y abundante: los globos se esconderían entre cestos de
rosas. De jazmines, margaritas y lirios iban a vestirle a Ana, sin que ella lo
supiese, el sillón en que debía sentarse en la fiesta. Con una hoja de palma,
puesta a un lado de los marcos y encorvada en ondulación graciosa por la punta
en el otro, vistieron los indios todas las puertas y ventanas, y hubo modo de
añadir a las enredaderas del colgadizo, otras parecidas por un buen trecho a
ambos lados de las tres entradas, en cada uno de cuyos peldaños, como por toda
esquina visible del colgadizo o de las salas, pusieron grandes vasos japoneses
y chinos con plantas americanas. En las paredes del salón como desusada
maravilla, colgó Juan cuatro platos castellanos, de los que los conquistadores
españoles embutían en las torres. Era por dentro la casa blanca, como por
fuera, y toda ella, salvo el colgadizo, tenía el piso cubierto por una alfombra
espesa como de un negro dorado, que no llegaba nunca a negro, con dibujos
menudos y fantásticos, de los que el del ancho borde no era el menos rico,
rescatando la gravedad y monotonía que le hubiera venido sin ellos de aquella
masa de color oscuro.
* * *
¡Gentes, carruajes, caballos! Pedro y Juan jinetean sin
cesar toda la tarde, de la casa al parador, y de este a aquella. En las
ciudades antiguas donde aun hay alegres posadas, y cierto indio que sabe
francés, han comido casi todos los invitados. A las ocho de la noche empieza el
baile. Toda la noche ha de durar. Al alba, el desayuno va a ser en el parador.
¡Oh qué tamales, de las especies más diversas, tiene dispuestos Petrona
Revolorio! esta tarde, cuando los hizo, se puso el chal de seda. Ana no ha
visto su sillón de flores. ¿Adónde ha de estar Adela, sino por el jardín
correteando, enseñando cuanto sabe, a la cabeza de un tropel de flores, de
flores de ojos negros?
¿Y Lucía? Lucía está en el cuarto de Ana, vistiendo ella
misma a Sol. Ella, se vestirá luego. ¡A Sol, primero! Mírala, Ana, mírala. Yo
me muero de celos. ¿Ves? el brazo en encajes. Tomo; ¡te lo beso! ¡Qué bueno es
querer! Dime, Ana, aquí está el brazo, y aquí está la pulsera de perlas:
¿cuáles son las perlas? Y ¿de qué iba vestida Sol? De muselina; de una muselina
de un blanco un poco oscuro y transparente, el seno abierto apenas, dejando ver
la garganta sin adorno; y la falda casi oculta por unos encajes muy finos de
Malines que de su madre tenía Ana.
—Y la cabeza ¿cómo te vas a peinar por fin? Yo misma
quiero peinarte.
—No, Lucía, yo no quiero. No vas a tener tiempo. Ahora
voy a ayudarte yo. Yo no voy a peinarme. Mira; me recojo el cabello, así como
lo tengo siempre, y me pongo ¿te acuerdas? como en el día de la procesión, me
pongo una camelia.
Y Lucía, como alocada, hacía que no la oía. Le deshacía
el peinado, le recogía el cabello a la manera que decía. «¿Así? ¿No? Un poco
más alto, que no te cubra el cuello. ¡Ah!
¿y las camelias?... ¿Esas son? ¡Qué lindas son! ¡qué lindas
son!». Y la segunda vez dijo esto más despacio y lentamente como si las fuerzas
le faltaran y se le fuera el alma en ello.
—¿De veras que te gustan tanto? ¿Qué flores te vas a
poner tú?
Lucía, como confusa:
—Tú sabes: yo nunca me pongo flores.
—Bueno: pues si es verdad que ya no estás enojada
conmigo, ¿qué te hice yo para que te pusieras enojada? si es verdad que ya no
estas enojada, ponte hoy mis camelias.
—¡Yo, camelias!
—Sí, mis camelias. Mira, aquí están; yo misma te las
llevo a tu cuarto. ¿Quieres?
¡Oh! si se pusiera toda aquella hermosura de Sol la que
se pusiese tus camelias. ¿Quién, quién llegaría nunca a ser tan hermosa como
Sol? ¡Qué lindas, qué lindas, son esas camelias! «Pero tú, ¿qué flores te vas a
poner?».
—Yo, mira: Petrona me trajo unas margaritas esta mañana,
estas margaritas.
* * *
¡Gentes, caballos, carruajes! Las cinco, las seis, las
siete. Ya está lleno de gente el colgadizo.
Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las
habitaciones interiores. Carruajes y caballos se detienen a la puerta del
fondo, de la que por un corredor alfombrado, con grabados sencillos adornadas
las paredes, se va a la vez a los cuartos interiores que abren a un lado y a
otro, y a la sala. Ya desde él, al apearse del carruaje, se ve a la entrada de
la sala, donde hay un doble recodo para poner dos otomanas, como si hubiese
allí ahora un bosquecillo de palmas y flores. En un cuarto dejan las señoras
sus abrigos y enseres, y pasan a otro a reparar del viaje sus vestidos o a
cambiarlos algunas por los que han enviado de antemano. A otro cuarto entran a
aliñarse y dejar sus armas los que han venido a caballo. Una panoplia de armas
indias, clavada a un lado de la puerta de los caballeros, les indica su cuarto.
Un gran lazo de cintas de colores y un abanico de plumas medio abierto sobre la
pared, revelan a las señoras los suyos.
Ya suenan gratas músicas, que los indios de aquellas
cercanías, colocados en los extremos del colgadizo, arrancan a sus instrumentos
de cuerdas. Del jardín vienen los concurrentes; del cuarto de las señoras
salen; Ana llega del brazo de Juan. «Juan, ¿quién ha sido? ¿para mí ese sillón
de flores?». No la rodean mucho; se sabe que no deben hablarle. Y ¿Lucía que no
viene? Ella vendrá enseguida. ¿Y Sol? ¿Dónde está Sol? Dicen que llega. Los
jóvenes se precipitan a la puerta. No viene aun. Se está inquieto. Se valsa.
Sol viene al fin: viene, sin haberla visto, de llamar al cuarto de Lucía.
«¡Voy! ¡Ya estoy!». Así responde Lucía de adentro con una voz ahogada. No oye
Sol los cumplimientos que le dicen: no ve la sala que se encorva a su paso; no sabe
que la escultura no dio mejor modelo que su cabeza adornada de margaritas, no
nota que, sin ser alta, todas parecen bajas cerca de ella. Camina como quien va
lanzando claridades, hacia Juan camina:
—Juan ¡Lucía no quiere abrirme! Yo creo que le pasa algo.
La criada me dice que se ha vestido tres o cuatro veces, y ha vuelto a
desvestirse, y a despeinarse, y se ha echado sobre la cama, desesperada,
lastimándose la cara y llorando. Después despidió a la criada, y se quedó
vistiéndose sola. ¡Juan! ¡vaya a ver qué tiene!
En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de
la sala, y otras parejas, pasando, en espera de que rompiese el baile,
alrededor de ellos.
—¡Allí viene! ¡allí viene! —dijo Juan, que tenía a Sol
del brazo, señalando hacia el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al
fin Lucía. Lucía, todo de negro. A punto que pasaba por frente a la puerta del
cuarto de vestir, interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos
cuidadosamente, por orden que le había dado Juan, una cesta cargada de armas,
vio, viniendo hacia ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad del
bosquecillo de flores que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la
hermosísima pareja. Se afirmó sobre sus pies como si se clavase en el piso. «¡Espera!
¡Espera!», dijo al indio. Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por el
corredor estrecho, y cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia, de
una terrible sacudida de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera:
«¡Cállate, cállate!», le dijo al indio, mientras haciendo como que miraba
adentro, ponía la mano tremenda en la cesta; y cuando Sol se desprendía del
brazo de Juan y venía a ella con los brazos abiertos...
¡Fuego! Y con un tiro en la mitad del pecho, vaciló Sol,
palpando el aire con las manos, como una paloma que aletea, y a los pies de
Juan horrorizado, cayó muerta.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! —y retorciéndose y desgarrándose
los vestidos, Lucía se echó en el suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y
se mesaba los cabellos con las manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a
Juan, a quien Pedro Real, para que no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol,
para Sol, aun después de muerta, todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos
queriendo darle su vida! ¡El corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella,
nadie se acercaba a ella!
—¡Jesús, Jesús! —entró Lucía por la puerta del cuarto de
vestir de las señoras, huyendo, hasta que dio en la sala, por donde Ana cruzaba
medio muerta, de los brazos de Adela y de Petrona Revolorio, y exhalando un
alarido, cayó, sintiendo un beso, entre los brazos de Ana.